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Ayer quise ser millonaria. Hoy también, claro, pero ayer lo quise un poco más. Millonaria por ósmosis o por herencia, que lo mismo me daba ser el perro de Miguel Bosé que la gata de Karl Lagerfeld; millonaria de las que se saltan las restricciones ... porque les sale del madroño o de las que aparecen en las páginas de ¡HOLA! enseñando sus modelos de alta costura y sus costuras de modelo; millonaria de las que te sueltan «a mamá siempre le ha fascinado el clasicismo francés» dando por hecho que sabes quién es su madre; millonaria de las que no distinguen un fin de semana de un día laborable y se largan un martes sin mirar si dejan el gas apagado porque saben que alguien lo hará por ellas; millonaria de las que descansan del descanso, como Carolina de Mónaco.
Ayer no quise ser millonaria para forrar los taburetes del bar del yate con prepucio de ballena, que una será pobre pero no sienta su culo en cualquier sitio, sino tan solo para viajar hasta Roma y ver cómo la luz del mediodía entraba por el óculo del Panteón proyectándose sobre la puerta de acceso, un hecho que se produce cada veintiuno de abril. Ya ves tú, la tontería. Ya ves tú, el auténtico privilegio de los ricos: elegir el suelo que pisan, el aire que respiran, la luz que ven. Por eso quise ser una señora pudiente y desocupada, para cambiar el sol que entra por mi ventana por el que irrumpe en el Panteón. En Pentecostés volveré a querer serlo para asombrarme ante la lluvia de pétalos de rosas rojas que cae desde el óculo y, en invierno, para ver cómo nieva en el interior gracias a ese techo insólito que no cubre. A ver si, lo que me pasa, es que quiero ser millonaria todo el año. O vivir en Roma. Las dos cosas son probables.
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