Un niño. Un adulto. Un único paseo al día. Una hora. A un kilómetro de casa. Un juguete, siempre el mismo, y luego déjalo en la cocina, no vaya a ser. Un metro de separación con otros críos que quieran compartir contigo la pelota. Un ... bote de gel desinfectante en el bolso de mamá, por si intentases trepar por alguna farola. Una mascarilla de talla infantil con un estampado ridículo, de perros y gatos, dibujado sobre la tela. Una hermana que se queda en casa, pero que no está castigada: dice papá que es por seguridad. A ella le toca mañana. Un parque cerrado a cal y canto, por si acaso se quisiera colar una bici. Una heladería con la verja echada. Luego, cariño, tenemos en el congelador. Una carrera, venga, intenta cansarte, aprovecha, pero no corras muy rápido ni te vayas muy lejos. Que yo te vea. Un rato aburrido sin televisión, sin libros, sin videojuegos: sin las únicas ventanas de libertad que te restan en un mundo aséptico que ha llegado de pronto, parece, para quedarse.

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Un vicepresidente que te da las gracias desde la pantalla. Un aplauso que resuena en los balcones y que, aunque casi siempre es para los mayores que siguen trabajando pese a todo, esta vez dicen que es para ti. Una abuela que te abraza por teléfono. Un abuelo que sigue pachucho. Un padre al que le han hecho un ERTE. Tú no sabías lo que era eso, pero ahora lo entiendes: que ya no tiene trabajo y que no sabe si lo va a recuperar. Una madre que ya no puede ir a la oficina, así que teletrabaja. Tú no sabías lo que era eso, pero ahora lo entiendes: que no tiene tiempo ni para respirar. Una casa pequeña, una sola ventana a la que asomarse por turnos. Un temor que no comprendes. Una vida que no es la tuya.

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