Con eso de que ha vuelto, aunque sea por poco tiempo y con afán conmemorativo, el programa '¿Quién quiere ser millonario?', que tantas noches de tensión enciclopédica nos regaló a los ratones de biblioteca de mi generación, la pregunta que da título al formato ha ... vuelto a rondarme la cabeza. ¿Quién diablos quiere ser millonario? La respuesta se presenta cristalina, y me temo que no tiene mucho recorrido: los pobres. O lo que es peor, una clase media empobrecida por una situación económica delicada y con pocos visos de mejora: esas personas que en algún momento vivieron mucho mejor de lo que viven hoy; y que todavía, en parte por tener un televisor en el salón que les permite suspender a ratos la incredulidad, piensan que la situación cambiará, que la crisis es un bache natural y que algún día un golpe de fortuna les hará nadar en dinero.

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Quiere ser millonario el empleado público que ha visto congelado su salario durante años, mientras su poder adquisitivo caía en picado. También quiere ser millonario el autónomo que paga una cuota abusiva incluso los meses que no factura. Quieren ser millonarios, por descontado, los padres; que pese a las evidencias que empujan a desconfiar del prestigio de las universidades, siguen pensando en enviar a los hijos a estudiar al extranjero como una inversión que terminará por sacarlos de pobres. Tampoco les importaría ser millonarios a los pequeños empresarios que sudan tinta para llegar a fin de mes con las cuentas en orden, ni a los asalariados que ven peligrar su puesto de trabajo a diario, ni a los que tienen que tragar con una remuneración injusta mientras se convencen de que todo llegará: los viajes, las palmeras, los hoteles de lujo y las pulseras de todo incluido. Si no se ven capaces de acertar las quince preguntas, no se preocupen: pongan un euro y echamos una quiniela.

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