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Un aula de la Universidad de León.
Querido alumno, yo no te engaño

Querido alumno, yo no te engaño

No, yo no engaño a mis alumnos, nunca lo he hecho y pretendo seguir cada día esforzándome por enseñarles

Miércoles, 11 de enero 2023, 17:37

Para empezar el año 2023, que dicho sea de paso creo que será un buen año- es algo irracional de lo que estoy convencida-, me han rebotado por redes sociales y no una sino bastantes veces, un artículo de Daniel Arias-Aranda, Catedrático de Organización ... de Empresas de la Universidad de Granada con el sugerente título: «Querido alumno universitario de Grado: te estamos engañando». En el escrito en cuestión, celebradísimo en redes sociales, por cierto, se lee: «hoy me dedico a engañar más que a enseñar» afirmación que, si tras treinta años de docencia universitaria yo la pensara de mi misma, y no exagero, me plantearía muy seriamente dejar de ejercer mi profesión, jubilarme o lo que sea…

El propio título de la publicación, al hablar en plural y generalizando la experiencia vital de su autor que, aunque no cuestiono tampoco comparto, me obliga a posicionarme y a dar mi opinión porque- y creo que no haya sido yo la única- me he sentido aludida y he sentido dañado el trabajo que hago a diario y del que, como saben porque alguna vez lo he dicho, soy una auténtica forofa. No creo que haya ni un trabajo mejor ni más gratificante que el de ser profesor universitario.

De entrada, debo afirmar rotundamente que jamás, insisto, jamás he engañado a mis alumnos- como tantos otros colegas, me consta- y por eso me sorprenden las adhesiones incondicionales que veo en algunos comentarios por parte de gente de mi gremio que me hacen sospechar que, como pasa tantas veces, no han leído en profundidad lo que se sostiene en esta carta abierta a nuestros alumnos universitarios que se ha hecho viral y en la que, en pocas palabras, se les pone a bajar de un burro.

El punto de partida es una comparación entre los estudios universitarios anteriores al Grado y al Plan Bolonia, con una idealización de los primeros- cualquier tiempo pasado fue mejor- y una crítica feroz a los segundos, crítica que, por cierto, afecta, curiosamente, a estudios y estudiantes, porque quien la emite se coloca en el cómodo plano de mero espectador, sacándose de la ecuación, y sacando de paso al profesorado universitario.

Sin entrar a valorar en profundidad todo lo que dice y adelantando que en algunas cosas hasta podría darle la razón, lo que no comparto en absoluto es su visión del actual alumno universitario en la medida en que este profesor generaliza la peor de las versiones posibles-que alumnos malos los ha habido en todos los tiempos- -ni tampoco coincido con él o, y reconozco que es lo que más me ha llamado la atención de lo que escribe, en la idea de que los profesores no podamos motivar al alumnado cuando afirma: »lo que está claro es que si tú, estudiante, no tienes interés, yo no puedo plantarlo en ti. Pero sí puedo hacerte creer que vales, aunque sepa que es mentira», añadiendo «me he convertido en un experto en hacerlo porque el sistema me lo exige y cumplo».

Es cierto que en estos últimos treinta años la enseñanza universitaria ha sufrido cambios profundos que han exigido que alumnos y profesores nos adaptemos a los nuevos tiempos de forma acelerada, a golpe de realidad. Los cambios no son ni buenos ni malos; son a la vez ambas cosas, cambios al fin. Nos han exigido repensar las materias que impartimos, la manera de dar clase, la forma de motivar a unos estudiantes que, en general, si se consigue dar con las teclas correctas, asisten a clase, preguntan y tienen tanto interés como el que pudimos tener en su día los de la generación anterior, a los que, por cierto, se nos formó teóricamente, a partir de las clases magistrales que hoy se siguen utilizando, si bien no con la exclusividad de antaño.

Tampoco los alumnos en general son peores, ni más mediocres, ni más maleducados o irrespetuosos, ni llegan peor formados que hace unos años… hay de todo, como lo ha habido siempre, con la diferencia de que la realidad evoluciona muy rápido y los saberes, las habilidades o las competencias que eran importantes hace décadas pueden no serlo tanto ahora. Cada año me encuentro con alumnos brillantes, que me sorprenden, y eso no creo que vaya a cambiar nunca. He de confesar, no sin cierto pudor que alguna vez me ha llegado a emocionar sus ganas de hacer las cosas bien, su creatividad, su talento, su esfuerzo… Seguro que al profesor Arias-Aranda le sorprende- por el contrapunto que supone a la imagen de estudiante que él describe- que yo tenga alumnos que se quejan de cómo les imparten algunas materias y demandan mas contenidos y mas implicación por nuestra parte. Evidentemente el profesorado estamos en esta ecuación y no podemos ni debemos ponernos de perfil porque somos parte- una parte muy importante-del problema y de la solución.

En cuanto a la manida cuestión de si saben mas o saben menos que las generaciones anteriores, yo creo que sencillamente saben cosas distintas, como también ha evolucionado y es distinta la forma que tenemos de enseñar cada uno nuestra materia añadiendo a la ancestral enseñanza teórica- siempre necesaria- una vis práctica muy relevante. Recuerdo a un colega muy querido, que para mí siempre fue digno de admiración y ejemplo al que, cuando cambiamos al Plan Bolonia, pregunté cómo pensaba que había que adaptar el temario. No olvidaré nunca lo que Antonio Cayón Galiardo, Catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Complutense, me dijo entonces: «hay que quitar lo prescindible» (y siendo prescindible, tampoco se pierde tanto)

La masificación que entonces sufrimos en las aulas y que, desgraciadamente, debido a la caída de natalidad ahora no padecemos, impedía el trato personalizado que ahora podemos fomentar, invitando a participar a cada alumno llamándole por su nombre (un lujo asiático si se sabe aprovechar). Como también lo es que las tutorías no necesiten de horarios ni de colas, sino que puedan hacerse a la salida de clase, entre las clases, por videoconferencia o por skype… en fin, como haga falta con tal de llegar a ellos y plantar esa semilla del interés a la que yo no he renunciado nunca, ni pienso renunciar.

La descongestión actual nos permite conocer mejor a nuestros alumnos y nos hacen más conscientes de sus cualidades, de sus habilidades y hasta de sus carencias, lo que debe permitirnos ofrecerles mejores herramientas con las que afrontar el reto que les supone su paso por la Universidad. Ese trato más personal, antes impensable, nos facilita ser más capaces de ajustar nuestro cometido si es que de verdad nos interesa que aprendan (que para eso nos pagan) y que desarrollen un sentido crítico que les ayudará a comprender que ahora, como entonces, y como ha sido siempre, solo su esfuerzo- y el nuestro- será capaz de dar los frutos deseados.

En fin, y rematando: no, yo no engaño a mis alumnos, nunca lo he hecho y pretendo seguir cada día esforzándome por enseñarles no solo mi materia, el derecho financiero y tributario, sino a valorar el privilegio que supone para cada uno de ellos, poder estudiar en su Universidad y llegar a convertirse en hombres y mujeres que marcarán nuestro futuro, capaces de ser protagonistas del tiempo que les ha tocado vivir.

Termino esta réplica como mi última clase en cada uno de los grupos que he impartido este primer semestre de curso a mis alumnos de Tercero de Derecho y de Quinto del Doble grado de Derecho y ADE, reconociéndoles que su trabajo, su implicación, su motivación y sus resultados, un año más, después de más de treinta, hacen que vuelva, a sentirme orgullosa.

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