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El día en que Putin invadió Ucrania, me mandaron a hacer un reportaje a varios pueblecitos. La vida seguía perezosamente su curso: vi tractores resoplando, gente desayunando en los bares, señoras caminando a la orilla del río o limpiando el portal en bata, viejas cepas ... recién podadas, chopos desnudos, afilados como lanzas. El fotógrafo buscaba una buena panorámica del valle y nos metimos en un municipio minúsculo, ligeramente arriscado, al que nadie va porque no pilla de paso hacia ningún sitio. Subimos al cementerio, que se asomaba a la vega como un balcón, retiramos la maroma que mantenía atadas las verjas y entramos con pasos graves y sigilosos.
Mientras el fotógrafo buscaba el mejor encuadre y trataba de captar la insolente y helada luz de febrero, yo fui paseando entre las tumbas. No había enormes mausoleos ni barrocas esculturas de angelotes, solo modestas cruces de piedra o de metal con un nombre y un par de fechas. Algunas tenían medallones con fotografías. Unos rostros antiguos, descoloridos y herrumbrosos, parecían mirar con angustia al visitante, como queriendo avisarle de algo. Bajo aquella tierra húmeda y renegrida, yacían ambiciones, vanidades, amores, conquistas, avaricias, preocupaciones, sufrimientos, alegrías, codicias, envidias, honores. Pensé entonces que algún día, dentro de poco, Putin y yo estaremos ahí abajo, iguales e indistinguibles, y que toda su absurda megalomanía y todos sus soviéticos sueños imperiales quedarán resumidos, como mis modestos afanes, en un nombre y dos fechas. Al lado del cementerio, un pequeño almendro florecía heroicamente en un pedregal. Había algo hermoso y esperanzador en su tenaz determinación de anunciar, pese a todo, la primavera.
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