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Uno de los suplicios de ser tertuliano radiofónico en verano es que estaba uno abocado necesariamente a hacer recuento de los miles de hectáreas calcinadas por la burricie humana en nuestra provincia año tras año. Suplicio más llevadero, que el de alguno de ustedes cuando se haya entretenido en escucharme a mí y, claro está, que recuperar objetos familiares perdidos en los sitios quemados y que hacer frente manguera en mano a las llamas incívicas. Haber pasado noches enteras con los habitantes desalojados abruptamente de sus camas en pueblos de Villablino, de Peranzanes o de Oencia y haberme tenido que meter hasta las gonadillas en el río, rodeados por un fuego en Trabadelo junto con una brigada recién llegada de Palencia para ayudar, me dan una impresión de primera mano de ese esfuerzo titánico.
Lo peor no es que algunos tengan que pasar ese infierno; el drama es que indefectiblemente se repite como una maldición bíblica ante la incapacidad para poner coto a los pirómanos. No es este un problema de los políticos, aunque sea por una vez. Es una preocupación social, puesto que en algunos de nuestros pueblos no hay manera de abandonar, como un mal sueño, la mal llamada cultura del fuego. Aquí no hay cerilla para recalificar solares para construir; aunque hay gasolina y mil ingenios malvados para prender fuego como una condenación ancestral por otras causas. Ya sé que algunos se rasgarán las vestiduras, pero de todo esto he tenido experiencia personal desgraciada acompañando doce años a los que de verdad se dejan media vida contra el fuego. Unas veces por los dichosos cotos de caza, fuegos que vienen a ser la versión más egoísta de la inquina al vecino -la de desplazar los animales de un lugar a otro en busca de un hábitat no arrasado-; otras por prácticas ganaderas que no son sino la depredación del ecosistema; otras para evitarse alguna limpieza de fincas por métodos más ortodoxos y muchas, porque tal es la naturaleza humana, más por maldad que por descuido, aunque de ambas especies hay en León para aburrir. Luego vienen dos consecuencias inevitables aquí: largar contra los que apagan, porque cada lugareño lo habría hecho mejor, llegado antes y echado más agua, aunque no tengan ni idea ni ganas de ayudar. Y el silencio. No sé cómo será la omertá siciliana, pero en muchos pueblos de León la gente sabe quién prende, pero no cuenta nunca. No todo el paisanaje leonés merece habitar Celama.
Este verano también ha habido fuegos en León, que se suceden con la misma inexorabilidad que amaneceres y anocheceres. Ahora bien, cómo estará siendo lo del covid, que este año tapa los incendios. El rebrote y el contagio han sustituido en nuestro imaginario a la llama y el humo. No faltan los motivos, en atención a la cifra de contagios. Que haya menos hospitalizados que en primavera no puede ser motivo de relajación ni de triunfalismo oficial. Cuando escribo estas líneas vengo del tanatorio de Ponferrada porque ha fallecido una enfermera, de esas sanitarias vocacionales para las que, a pesar de más de un mes de hospitalización por el covid y varias semanas de UCI, la preocupación era siempre para los demás y no para su propia situación. Profesé por su padre admiración y afecto a partes iguales y creo que me disculparán ustedes el desahogo en estas líneas. No pueden preocuparnos los enfermos de covid mientras están en el hospital y no hacer un seguimiento de sus secuelas una vez reciben el alta, porque las consecuencias para muchos son de enorme relevancia. Me temo que de la peor forma posible ha quedado patente. Protocolo es la demanda sensata de muchos enfermos una vez superada la fase más aguda de la pandemia. Ya sé que los responsables políticos de la sanidad me dirán que está todo previsto. Que nos ahorren el ejercicio sonrojante de señalar qué pasa una vez transcurridas un par de semanas con las dificultades respiratorias o neurológicas, sin ir más lejos.
Esta tremenda situación que nos acongoja a los padres ante la vuelta al colegio, que tiene atenazados a miles de empleos por una crisis de imprevisible evolución y que aún contempla contagios por miles hasta haber rebasado ya el medio millón en España, requiere mucha acción pública aún.
Pero como no quiero decidir si covid o incendios, cuando hacemos balance del verano para adentrarnos en otro otoño incierto, prefiero recordar a los que sufren el primero y a los que todavía en septiembre nos protegen de los segundos. Que en este verano en que estamos sepultados por la incertidumbre de las noticas del covid no deje de ser también noticia el esfuerzo y la entrega de los que en muchos montes de León combaten el fuego. El próximo verano me pido normalidad y tranquilidad.
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