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El 2 de octubre se celebra, desde que en 2007 así lo decretase la ONU, el Día Internacional de la No Violencia. Promover la «cultura de paz, tolerancia y comprensión entre todos los ciudadanos del mundo» es un loable objetivo, pero ¿qué hacemos con la ... violencia ya ejercida? La respuesta tradicional a esta pregunta la ofrece una institución ampliamente establecida a lo largo y ancho del globo, compartida, aunque sea mediante fórmulas diversas, por todos los pueblos que habitan la Tierra: el perdón. Lo piden Nicky Jam y Enrique Iglesias –«Y aunque tu padre no aprobó esta relación / yo sigo insistiendo en pedirte perdón»–, lo pide el rey emérito después de su cacería paquidérmica –«Lo siento mucho. / Me he equivocado. / No volverá a ocurrir»– y, hace pocos días, lo ha pedido también el papa Francisco, a través de una referencia velada a los «errores» cometidos durante la colonización de la América indígena.
Sin embargo, todavía hay a quien le molestan las disculpas, incluso las que piden los demás. Es el caso de Isabel Díaz Ayuso, que ha criticado el contenido de la carta del Sumo Pontífice: «Me sorprende que un católico que habla español hable así de un legado como el nuestro, que fue llevar el español, a través de las misiones, el catolicismo y, por tanto, la civilización y la libertad al continente americano». No es extraño que esta reflexión surja de una de las cabezas visibles de un partido en cuya convención un señor con un premio Nobel ha dicho, en referencia a América Latina, que «lo importante de unas elecciones no es que haya libertad, sino votar bien». La no violencia tendrá su día internacional, pero la violencia simbólica, por lo visto, todavía está fuera de peligro.
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