El jamón, sabiéndose intocable por incomestible, sigue ahí, defendiendo su sitio como si fuera un fuerte, ocupando un espacio que me hace falta, sin darse por enterado cada vez que le doy un empujón para llegar hasta la tostadora.
Tengo un jamón sobre la encimera de la cocina desde hace meses. Cuando llegó, lo plantamos allí con la misma liturgia con la que se coloca una ofrenda en el altar del sacrificio, y mi santo, sacerdote pagano, procedió a afilar el cuchillo para meterle ... mano. Ante nuestra sorpresa, no nos salió jamón, sino rana: estaba medio crudo, correoso y muy salado, y al quinto corte dejamos de creer en que aquello mejorara milagrosamente. Pero el jamón, sabiéndose intocable por incomestible, sigue ahí, defendiendo su sitio como si fuera un fuerte, ocupando un espacio que me hace falta, sin darse por enterado cada vez que le doy un empujón para llegar hasta la tostadora.
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No sé cuántas veces he ido a tirarlo, pero siempre pasa algo que me lo impide. Tengo que contestar a un wasap inoportuno o darle la vuelta al asado; tontunas así. He empezado a pensar que esa incapacidad para deshacerme de un jamón que no vale ni para caldo procede del hambre atávica que llevo en la masa de la sangre, la que me transmitió mi abuela, que se comía el pan del día anterior porque decía que tirar comida era un pecado. Y si tirar pan duro es una ofensa a Dios, no quiero ni pensar cuántos mandamientos incumples si haces lo mismo con un jamón.
Para algunos, el simple hecho de comérselo ya lleva implícita la culpa: según contaba Pilar Cernuda, cuando Ariel Sharon fue a Casa Lucio se puso el plato de jamón sobre las rodillas, escondiéndolo bajo el mantel para que nadie lo viera comer un animal impuro. Mira, igual que un par de veganos que conozco, que le piden perdón al cerdo antes de enjamonarse vivos. Total, que aquí estoy, ante la pata incorrupta. Y ahí se va a quedar. Bastantes pecados cometo ya como para añadir otro más a la lista.
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