La otra noche, la pasada
En la Catedral de León, no la madrugada del día 1 sino la del 2 de noviembre (Día de Difuntos), cada año, hasta romper el alba, se repite la misma escena
Carlos Javier Taranilla
Miércoles, 3 de noviembre 2021, 09:12
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Carlos Javier Taranilla
Miércoles, 3 de noviembre 2021, 09:12
En la Catedral de León, no la madrugada del día 1 sino la del 2 de noviembre (Día de Difuntos), cada año, hasta romper el alba, se repite la misma escena.
Al sonar la duodécima campanada, cuentan que el rey Ordoño II despierta de su sueño eterno y, tras desplazar la losa que cubre su polícroma, última morada, recorre desde la girola, donde duerme por los siglos de los siglos, las desiertas naves que se extienden vacías ante sus pasos, y se dispone a tomar posesión por esa noche de la magnificencia de la gran obra gótica.
Los dos leones protectores que sostienen el arco ojival que enmarca su tumba, encargados de exterminar los espíritus maléficos, rugen despavoridos. La lanzada del Calvario en el friso del lucillo que cobija el sepulcro vuelve a «manar sangre y agua (Jn 19:34)» por la herida que en el costado de Cristo abrió el centurión Longinos. Y, como el Redentor en la parte superior del tímpano, todo se transfigura.
Pesadamente, el monarca yacente, que fue el gran benefactor del primer templo –inusualmente representado imberbe en su 'dormitio' o tránsito al otro mundo con su cabeza de ondulada melena reposando sobre pétreo cojín–, se sacude el polvo de los siglos y desciende a tierra vestido con túnica talar ceñida a la cintura, sobre la que lleva un manto bordado en oro sujeto con broche circular y recogido bajo su brazo. Ciñe su frente la corona real y porta en su mano izquierda el globo del orbe; en la derecha, una sortija en el dedo anular y el cetro, ya casi desaparecido por el paso del largo tiempo transcurrido desde la última vez que hizo uso del mismo. El fiel galgo que lo acompaña en la otra vida sigue sus pasos aullando tristes lamentos que resuenan en el eco del templo, quejidos que expresan la tragedia de la muerte, que desde hace ya mucho ha hecho presa en sus entrañas.
Furioso, el rey Ordoño se dirige hacia el monje tonsurado, vestido con esclavina negra y manto blanco, que intemporalmente permanece en la misma esquina de su sepultura tras la reja. Con un gesto agrio, el religioso señala hacia el sepulcro con su mano derecha mientras sostiene en la izquierda una cartela en la que se lee el imperativo latino 'aspice' («¡espera!»), recordando las reservas que siendo mayordomo real manifestó al monarca cuando este expresó la intención de donar su palacio para construir sobre él la primera iglesia.
Enfrente, un heraldo real, luciendo collar dorado con pinjante y tocado con sombrero de ala recogida, adornado con cinta dorada y escarapela, sostiene en su mano izquierda un mensaje que anuncia las grandes hazañas del monarca.
Detrás del rey, dicen que los obispos Manrique de Lara (m. 1205), bajo cuyo episcopado se consagraron las primeras obras del templo, Alvito, que aunque murió en la empresa condujo a León desde Sevilla los restos de san Isidoro, e incluso el mismísimo san Froilán, patrono de la diócesis, que también duermen todos tres el sueño de los justos entre los muros de piedra y vidrio que forman la catedral, deambulan en «santa compaña» por el interior de la exquisita Pulchra Leonina, multicolor y brillante durante las horas del día pero que, al cerrar la noche, esta le roba su sutil belleza para transformarla en un lóbrego panteón de reyes, obispos y otros personajes, mujeres y hombres del pasado, que concilian el sueño eterno entre la frialdad de sus muros y vitrales opacados por la ausencia de los rayos del astro rey.
Durante el siglo XIX se ofreció todos los días la misa de alba por el eterno descanso del monarca, intentando con ello aplacar las iras de su espíritu, que no logra alcanzar el descanso final.
En las mismas naves, ubicado en el muro izquierdo del extremo norte del crucero, se halla el pétreo sarcófago del prelado Martín Rodríguez el Zamorano, que habiendo sido también obispo de la ciudad que le dio el apodo, buscó el reposo último entre estos muros. Sus criados, desde el frontal de su definitiva morada, reparten entre los peregrinos un pan que nunca se acaba, como en el milagro de Jesucristo. Lo rodean un grupo de clérigos oficiando el funeral y otro de «plañideras» llegadas para llorar.
También el pan nuestro de cada día se entrega a los míseros en el frontis de la pétrea tumba terrenal del obispo don Diego Ramírez, fallecido hacia 1350, casi un siglo más tarde que su anterior colega en el cargo.
Así mismo, hallaron aquí, en la joya del gótico, el definitivo reposo, entre otros prelados, además de los viejos Pelagio, Alvito, Froilán y el último en incorporarse a la corte, el obispo Vilaplana, don Martín Fernández –el «mío criado», que decía Alfonso X, gran impulsor de la construcción del templo–, don Juan del Campo y don Diego Rodríguez de Guzmán, que como los ya citados revuelven sus huesos en el interior de sus sarcófagos, los cuales, como reza etimológicamente el sustantivo (sarks: «carne»; fagos: «tragar»), ya les devoraron la carne de este mundo.
Y en la capilla del Pilar, que oculta la puerta que da acceso a la escalera de caracol de la torre Limona, paga su culpa don Rodrigo de Vergara, que corriendo el año 1478 fue asesinado por los criados de su sobrino, Fernando Cabeza de Vaca, tesorero de la catedral, muy querido por el pueblo, a las puertas del palacio del Conde Luna, donde intentaba refugiarse tras preparar a traición la muerte de su citado pariente. Pero se dice que el obispo, cooperador necesario en aquel asesinato, aún no ha encontrado su 'Requiem in pacis', como todos los traidores, porque su espíritu, atormentado, vaga incesantemente por el lugar de su linchamiento produciendo escalofríos a las personas que se adentran entre los muros del referido caserón palaciego donde se produjeron los luctuosos hechos.
Entre otros sepulcros se cuenta el del obispo don Munio Álvarez, sito en el brazo oriental del crucero. Su estatua yacente, carcomida la piedra como lo está la carne, muestra ya solo la mitad de su rostro, mientras dos leones, aún fieles, lo siguen custodiando y apenas se lee en la semiperdida inscripción latina que era feliz entre los pobres: «...beatus pauper... eat: flentibus hic: flebat: tan... ».
Pero, cárcel de fantasmas, no solo reyes y prelados vagan por sus naves. Una condesa, doña Sancha Muñiz, hija del conde Munio González, eternamente habita en la capilla de la Virgen Blanca. Esculpido en relieve figura al frente del sarcófago de piedra su asesinato a manos de dos sicarios de su sobrino, Nuño Pérez, corriendo el año 1045. Mientras imploraba piedad, tal como se observa en una de las escenas y recoge también una miniatura del 'Libro de las Estampas o de los Testamentos de los reyes de León' (siglo XII-XIII), los esbirros la apuñalaron a las mismas puertas de la vieja catedral por haber donado cinco años antes todos sus numerosos bienes al templo, entre ellos el monasterio de San Antonino, que había fundado a orillas del Esla, donación que aparece en la primera escena del friso. También la pía mujer se despierta, con la tristeza de la muerte, para clamar venganza a pesar de que esta ya fue ejecutada –como también figura en otro de los relieves que ilustran el sepulcro– por la montura encabritada del inductor del asesinato, que arrastró al jinete por las calles de la ciudad por quedarle el pie enganchado en el estribo cuando, tras contemplar el crimen, con la vista hacia atrás, huía al galope, despechado, rabioso, al haber sido desheredado en favor de la Virgen.
Frontero a la eterna morada de la condesa apuñalada, en la misma capilla, guarda vecindad otro sepulcro con un tétrico morador: el infante Alfonso de Valencia, hijo de Juan de Castilla el de Tarifa y nieto por tanto del Rey Sabio. Dice una leyenda que antes de ser enterrado fue decapitado por su hermanastro, Juan el Tuerto. En el año 1991 un demente rompió una vidriera en la madrugada y a través del hueco entró para hacer realidad el sueño que le incitaba a acabar con el que él llamaba vampiro. A los pies del sepulcro se encontró una estaca, igual a la que dicho sujeto dormía abrazado junto a una Biblia en un banco de la vía pública cuando fue detenido.
Otra mujer, doña María Velázquez, esposa del adelantado mayor de León y Asturias, don Rodrigo Alonso de Mansilla, ambos patrocinadores del templo, mora en pétreo continente junto al de su marido en la capilla de San Andrés. Más tarde, su nieto, Florián Mansilla, quiso reposar para siempre también en este sacro recinto, como reza una inscripción en su lápida.
Un cóctel espeluznante de fantasmas se apodera del grave templo cuando la noche de Difuntos, silente, se explaya en su interior. Halloween aparte, un notable ejemplo de colonización cultural americana como rayo que no cesa, pues parece que además a algunos les «va la marcha», persiguiendo como persigue don Pedro al 'amigo americano' para acumular segundos; y este, como buen anciano, poco a poco se va compadeciendo del chico y ya le pone la mano en el hombro. Y es que el que la sigue la consigue.
(Texto extractado del libro «Enigmas y misterios de León»)
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