Interior de la Catedral de León,

Noche de difuntos en la Catedral

La Pulchra Leonina, multicolor y brillante durante las horas del día, se convierte en una lóbrega tumba al cerrar la noche

Carlos Taranilla

Miércoles, 2 de noviembre 2022, 09:36

La Pulchra Leonina, multicolor y brillante durante las horas del día, se convierte en una lóbrega tumba al cerrar la noche. Opacadas las vidrieras por la ausencia de los rayos del astro rey, solo las piedras se insinúan entre las sombras de la oscuridad, iluminadas ... a la mortecina luz de alguna bombilla eléctrica que parpadea olvidada.

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En las noches de luna llena, los reflejos de plata se filtran por los vitrales y van a posarse sobre los haces de columnillas que trepan camino arriba hacia las bóvedas, cuyos nervios entrelazados simbolizan las manos unidas en plegaria, como decía el poeta francés Paul Claudel, y las claves donde se cruzan semejan el cielo tachonado de estrellas.

Una tumba colectiva en la que duermen el sueño de la muerte aquellos cuyo tiempo se acabó.

De todas las noches del año la más terrible es la del Día de Difuntos. Al sonar la duodécima campanada, cuentan que el rey Ordoño II despierta de su sueño eterno y, tras desplazar la losa que cubre su polícroma, última morada, recorre desde la girola, donde duerme por los siglos de los siglos, las desiertas naves que se extienden vacías ante sus pasos, y se dispone a tomar posesión para él solo de la magnificencia de la gran obra gótica.

Los dos leones protectores que sostienen el arco ojival que enmarca su tumba, encargados de exterminar los espíritus maléficos, rugen despavoridos, algo propio de las bestias cuando presienten alguna desgracia. La lanzada del Calvario en el friso del lucillo que cobija el sepulcro vuelve a manar «sangre y agua» (Juan 19:34) por la herida que en el costado de Cristo abrió Longinos, el centurión ciego, quien se lleva la mano al ojo que, de acuerdo a los textos apócrifos, el divino líquido elemento limpió de cataratas; y, como el Redentor en la parte superior del tímpano, todo se transfigura.

Pesadamente, el monarca yacente, que fue el gran benefactor del primer templo, inusualmente representado imberbe en su dormitio o tránsito al otro mundo, con su cabeza de ondulada melena reposando sobre pétreo cojín, se sacude el polvo de los siglos y desciende a tierra vestido con túnica talar ceñida a la cintura, sobre la que lleva un manto bordado en oro sujeto con broche circular y recogido bajo su brazo. Ciñe su frente la corona real y porta en la mano izquierda el globo del orbe; en la derecha, una sortija en el dedo anular y el cetro, ya casi desaparecido por el paso del largo tiempo transcurrido desde la última vez que hizo uso del mismo. El fiel galgo que le acompaña en la otra vida sigue sus pasos aullando tristes lamentos que resuenan en el eco del templo, quejidos que expresan la tragedia de la muerte, que desde hace ya mucho ha hecho presa en sus entrañas.

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Furioso, el rey Ordoño se dirige hacia el monje tonsurado, vestido con esclavina negra y manto blanco, que eternamente permanece en la misma esquina de su sepultura, ahora tras la reja. Con un gesto agrio, el religioso señala hacia el sepulcro con su mano derecha mientras sostiene en la izquierda una cartela en la que se lee el imperativo latino aspice («espera»), recordando las reservas que siendo mayordomo real manifestó al monarca cuando este expresó la intención de donar su palacio para construir sobre él el templo. Al parecer, la estatua que se guarda en el Museo Catedralicio Diocesano representando al rey con gesto grave e intentando sacar su espada debió de acompañar en otro tiempo al monumento funerario, tal como observó en 1572 Ambrosio de Morales con ocasión de su Viage Santo (realizado por encargo de Felipe II), en el cual recoge los misterios de esta vieja leyenda.

Enfrente, un heraldo real, luciendo collar dorado con pinjante y tocado con sombrero de ala recogida, adornado con cinta dorada y escarapela, sostiene en su mano izquierda el siguiente mensaje:

PRINCEPS ISTE MAGNUS NEDUM REX INTER OCCIDENTALES

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FORTISSIMAM ET OPULENTISSIMAM REGEL CIVITATEM

INTERFECTIS HABITATORIBUS DESTRUXITDEMUM ASSUMPTO

REGALI SCEPTRO PRINCIPEM CORDUBAE VINCTUM HIC DUXIT.

(«Este gran príncipe, antes de ser rey, tras haber matado a todos sus habitantes, destruyó la ciudad de Regel [Sevilla], la más fortificada y opulenta entre las occidentales. Después de asumir las responsabilidades reales, trajo hasta aquí cautivo al príncipe de Córdoba»).

Detrás del rey, dicen que los obispos Manrique de Lara (m. 1205), bajo cuyo episcopado se consagraron las primeras obras del templo, Alvito, que aunque murió en la empresa condujo a León desde Sevilla los restos de san Isidoro, e incluso el mismísimo san Froilán, patrono de la diócesis, que también duermen todos tres el sueño de los justos entre los muros de piedra y vidrio que forman la catedral, deambulan en «santa compaña» por el interior de la exquisita Pulchra Leonina, que con la noche pierde su sutil belleza para transformarse en un sepulcro colectivo, un panteón de reyes, obispos y otros personajes, mujeres y hombres del pasado, que concilian el sueño eterno entre la frialdad de sus muros opacos.

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Durante el siglo XIX se ofreció todos los días la misa de alba por el eterno descanso del monarca, intentando con ello aplacar las iras de su espíritu, que no logra alcanzar el descanso final.

Una cartela bajo el citado monje se expresa solemne:

OMNIBUS EXEMPLUM SIT, QUOD VENERABILE TEMPLUM

REX DEDIT ORDONIUS, QUO IACET IPSE PIUS.

HANC FECIT SEDEM, QUA(M) P(RI)MO FECERAT EDEM

VIRGINIA ORTATU, QUAE, FULGET PONTIFICATU

PACIT EAM DONIS PORE AM NIET URBS LEGIONIS

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QUESUM(US) ERGO DEI GRATIA PARCAT EI. AMEN

(«Sirva de ejemplo para todos que el rey don Ordoño hizo este venerable templo en el cual como buen cristiano yace enterrado. Construyó esta sede (episcopal) que primero había sido palacio real, el cual ahora resplandece con silla episcopal. Y esto hizo por indicación de la Virgen María»).

En las mismas naves, ubicado en el muro izquierdo del extremo norte del crucero, se halla el pétreo sarcófago del prelado Martín Rodríguez el Zamorano, que habiendo sido también obispo de la ciudad que le dio el apodo buscó el reposo último entre estos muros. Sus criados, desde el frontal de su definitiva morada, reparten entre los pobres un pan que nunca se acaba, como en el milagro de Jesucristo. Lo rodean un grupo de clérigos oficiando el funeral y otro de «plañideras» que vinieron para llorar.

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También el pan nuestro de cada día se entrega a los míseros en el frontis de la pétrea tumba terrenal de don Diego Ramírez, fallecido hacia 1350, casi un siglo más tarde que su anterior colega en el cargo.

También hallaron aquí, en la joya del gótico, el definitivo reposo, entre otros prelados, además de los viejos Pelagio, Alvito, Froilán y el último en incorporarse a la corte, el obispo Vilaplana, don Martín Fernández –el «mío criado», que decía Alfonso X, gran impulsor de la construcción del templo–, don Juan del Campo y don Diego Rodríguez de Guzmán, que como los demás revuelven sus huesos en el interior de sus sarcófagos, los cuales, como reza etimológicamente el término (sarks: «carne»; fagos: «tragar»), ya les devoraron la carne de este mundo.

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Y en la capilla del Pilar, que oculta la puerta que da acceso a la escalera de caracol de la torre Limona, paga su culpa don Rodrigo de Vergara, que fue asesinado por los criados del muerto corriendo el año 1478 a las puertas del palacio del Conde Luna, donde intentaba refugiarse tras preparar a traición la muerte de su sobrino, Fernando Cabeza de Vaca, tesorero de la catedral muy querido por el pueblo. Pero se dice que el obispo, cooperador necesario en el asesinato, no ha encontrado aún su Requiem in pacis, como todos los traidores, porque su espíritu, atormentado, vaga incesantemente por el lugar de su linchamiento produciendo escalofríos a las personas que se adentran entre los muros del referido caserón palaciego donde se produjeron los hechos.

Entre los más hermosos se cuenta el sepulcro del obispo don Munio Álvarez, sito en el brazo oriental del crucero. Su estatua yacente, carcomida la piedra como lo está la carne, muestra ya solo la mitad de su rostro, mientras dos leones, aún fieles, lo siguen custodiando y apenas se lee en la semiperdida inscripción latina que era feliz entre los pobres: ...beatus pauper... eat: flentibus hic: flebat: tan...

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Y, entre los mejor conservados, o quizá el mejor de todos, en la capilla del Carmen, que él dedicó a san Miguel, se halla el pétreo ataúd de don Rodrigo Álvarez, también luciendo sus obras de misericordia en el frontal, carta de presentación al llegar al otro mundo.

Pero, cárcel de fantasmas, no solo reyes y prelados vagan por sus naves. Una condesa, doña Sancha Muñiz, hija del conde Munio González, eternamente habita en el sarcófago que se guarda en la capilla de la Virgen Blanca. Esculpido en relieve figura, al frente del mismo, su asesinato a manos de dos sicarios de su sobrino, Nuño Pérez, corriendo el año 1045. Mientras imploraba piedad, tal como se observa en una de las escenas y recoge también una miniatura del Libro de las Estampas o de los Testamentos de los reyes de León (siglo XII-XIII), los esbirros la apuñalaron a las mismas puertas de la catedral por haber donado cinco años antes todos sus numerosos bienes al templo, entre ellos el monasterio de San Antonino, que había fundado a orillas del Esla, donación que aparece en la primera escena del friso. También la pía mujer se despierta, con la tristeza de la muerte, para clamar venganza a pesar de que esta ya haya sido ejecutada –como también figura en otro de los relieves que ilustran el sepulcro– por la montura encabritada del inductor del asesinato, que arrastró al jinete por las calles de la ciudad al quedarle el pie enganchado en el estribo cuando, tras contemplar el crimen, con la vista hacia atrás, huía al galope, despechado, rabioso, por haber sido desheredado en favor de la Virgen.

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Frontero a la eterna morada de la condesa apuñalada, en la misma capilla, guarda vecindad otro sepulcro con un tétrico morador: el infante Alfonso de Valencia, hijo de Juan de Castilla el de Tarifa y nieto por tanto del rey Sabio. Dice una leyenda que antes de ser enterrado fue decapitado por su hermanastro, Juan el Tuerto. En el año 1991 un demente rompió una vidriera en la madrugada y a través del hueco entró para hacer realidad el sueño que le incitaba a acabar con el que él llamaba vampiro. A los pies del sepulcro se encontró una estaca, igual a la que dicho sujeto dormía abrazado junto a una Biblia en un banco de la vía pública cuando fue detenido.

Otra mujer, doña María Velázquez, esposa del adelantado mayor de León y Asturias, don Rodrigo Alonso de Mansilla, ambos patrocinadores del templo, mora en pétreo continente junto al de su marido en la capilla de San Andrés. Más tarde, su nieto, Florián Mansilla, quiso reposar para siempre también en este sacro recinto, como reza la inscripción que contiene su lápida:

« Florián Mansilla Cabeza de Vaca, caballero del hábito de Santiago, natural desta Ciudad, se mandó enterrar en esta capilla del Adelantado don Rodrigo Alonso de Mansilla, hermano abuelo por línea directa de varón. Dejó a esta capilla un cáliz de plata dorado a partes y dentro de un relicario de cristal y plata un hueso de Sant Andrés Apóstol».

También una hermosa joven enamorada, que todos llaman la Dama Blanca, arrastra su espectral silueta al exterior del edificio sobre las cuatripartitas bóvedas ojivales, serpenteando entre los contrafuertes, arbotantes y pináculos que las apuntalan. Se dice que era una bella muchacha perteneciente a una de las familias más importantes de la ciudad; con el campanero mayor obrando de celestina, acudió a una cita con su pretendiente al dar el reloj la medianoche en los tejados del templo, pero aquel no apareció y ya nunca se supo nada más de ella. Ahora, con su blanca túnica que le ha dado nombre, vaga por las cumbres catedralicias cuando el manto nocturno la oculta de las miradas ajenas. Otros dicen que, enlutada, aparece rondando los soportales de la plaza de Regla las noches de luna llena; allí, llora de rabia, se mesa los cabellos y, antes de rayar el alba, retorna a la que es desde entonces su cárcel pétrea para seguir esperando al amado que nunca llegó.

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Autores como Juan de Fermoselle, más conocido por Juan del Enzina, poeta, músico y dramaturgo, que fue contemporáneo de los Reyes Católicos y a causa de su apellido se le ha asignado cuna en aquella localidad, hoy zamorana, murió en León en 1529 y tiene su lugar asignado en la capilla de Nuestra Señora del Dado, en línea opuesta a la del Carmen, «por ser el lugar que le vendió el Cabildo para su enterramiento», aunque sus restos fueron trasladados a la catedral salmantina, donde hoy reposan. Compañía le hubiera hecho, de habitar esta tumba, el rico comerciante Pérez Gavilán, fallecido mucho antes, en 1382, después de haber donado su hacienda al templo y ser nombrado canónigo honorario.

En definitiva, un cóctel espeluznante de fantasmas se apodera del grave templo cuando la noche, silente, se explaya en su interior.

(Extractado de mi libro «Enigmas y misterios de León» (ed. Almuzara, 2018)

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