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Hoy es el cumpleaños de mi heredero. Quince años tiene ya el tío, y sí, a veces es dulce y tierno como una flor, pero otras es amargo y seco como un cardo, que el muchacho es más variable que un día en el norte: ... amanece con el cielo encabritado, llueve, se abre un claro, sale el sol y se vuelve a nublar. Con un adolescente en casa una se convierte en un barómetro que tiene que ir adivinando las bajas y las altas presiones para poder predecir las borrascas. Porque haberlas, haylas. Y es normal: el tipo tiene que probarse y medirse, probarnos y medirnos. A nosotros, a él, al mundo.
Al llegar la nube negra, el heredero frunce el ceño, se hace un ovillo y contesta con monosílabos. Pero, cuando escampa, me gasta una broma, me sonríe y me pone el pie encima de las rodillas para que le haga cosquillas; un pie que hace no tanto me cabía en la palma de la mano, y que ahora es un cuarenta y tres con jardineras. Confundida, no sé si estoy acariciando a mi pequeño del alma con su piel de canela o a un señor con bigote que se ha venido a vivir a mi casa sin avisar y que ha cambiado los cuentos de la mesilla de noche por los libros de Stephen King. Y lo raro es que los estoy acariciando a los dos, al niño y al hombre que habitan en un mismo cuerpo desgarbado y a medio hacer. Y, a pesar de las ventiscas y de las tormentas provocadas por esa extraña convivencia, el niño-hombre sigue dándome besos y abrazos. Y al ir esta mañana a felicitarle, me he tenido que poner un poquito de puntillas para llegar a su altura. Y me ha pinchado la cara con su barba. Y he sido feliz.
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