Me cuenta mi madre que después de su boda, mis abuelos paternos les regalaban todas las semanas un buen paquete de filetes de ternera y una caja de galletas María.

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Yo hasta que no llegué a Granada apenas desayunaba, durante años me iba al colegio ... o a la Facultad, con un triste Nescafé que hacía bueno al café descafeinado que compraba mi madre, ese con el que me engañaba diciéndome que era natural, acompañado eso sí, de una galleta.

Luego, con los años, empecé a trabajar y decidí comenzar el día con un buen café de cafetería, costumbre que no he perdido y que jamás abandonaré.

Hace poco más de un año con una nueva mudanza encima (ya llevamos unas cuantas), mi buen amigo Alejandro Rueda me preguntó si la mudanza la había contratado con mozos profesionales o si me había alquilado una furgoneta y andaba con las cajas del supermercado. Evidentemente contraté a unos forzudos que me lo hicieron magníficamente bien y en tiempo récord. Alejandro, con ese punto de rebeldía y sibarita que tiene escondido me dijo: ¿Sabes lo que me decía mi padre? «Todo el mundo tiene el derecho a ganarse la vida dignamente».

Así que hace mucho que decidí que solo tomaría el café en casa, en caso de apocalipsis o por una enfermedad lo suficientemente importante como para no bajar a la cafetería. Como lo de Belmonte y el caballo.

Por tanto, soy de café, vaso de agua fría y en los tiempos felices un Lucky Strike. Desde hace unos años suprimí el pitillo por una galleta en un bar próximo a la emisora.

En esto, como en casi todo hay dos corrientes, pero en este caso podemos decir que hay tres. Por un lado, están los que tomamos las galletas de una en una y las comemos en dos tiempos, es decir, mojamos hasta la mitad, comemos y volvemos a mojar. Terminado el café con leche finaliza el acto. También están los que como mi querida mujer unen tres o cuatro galletas como si estuvieran pegadas con cinta de doble cara. Y como tercera vía, están los que las parten y las meten en el tazón junto con magdalenas y todo lo que se encuentran encima de la mesa, como pan o incluso cereales. ¡Todo es válido!

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Las galletas, a priori, algo tan simple y básico, son parte esencial de nuestra vida. Mi abuelo Armando me hizo con una caja de galletas una estación para el Ibertren que me trajeron los Reyes. Recuerdo el día que le enseñé a Dimas a aplastar un quesito entre dos galletas, todo un lujo. Y no olvidemos cuántos cumpleaños se celebraron con la popular tarta de galletas con chocolate.

Y cuántos tipos como mi padre se iban al banco con el termo y cuatro galletas para poder luego fumar un cigarrillo a media mañana, por aquello de que no te pillase con el estómago vacío. O cómo en la montaña lo solucionaban con una copita de anís, dos galletas y para el campo con el ganado.

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Crecimos con Triki, el monstruo de las galletas. En mi etapa de soltería cuando vivía solo, en casa siempre había un par de rulos de galletas, porque el dinero en aquellos años era para salir y lo de comer se solucionaba fácilmente.

El miedo al cierre circula en una de las fábricas de nuestra comunidad y que in extremis han conseguido salvar la situación. Quizá empresa y políticos deberían de echar la vista atrás, acordarse de cuando eran niños y lo único que había para cenar en muchas casas era un vaso leche con galletas. Pero no hay que irse tan lejos, seguro que más de una vez han vuelto de una cena de esas de estrella, curiosa, interesante pero siempre escasa y lo han finiquitado en casa con las dichosas galletas. Hay que remar en la misma dirección y no hacer trampas, se lo debemos, no podemos pegarnos la galleta.

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