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Las decisiones que tomamos en los diferentes ámbitos de nuestra vida, ya sea personal, familiar, sentimental, profesional, empresarial… nos enfrentan a dos actitudes bien diferentes: podemos optar por intentar alcanzar la excelencia o movernos en la más que habitual mediocridad.
La primera, (Del ... lat. mediocrĭtas, -ātis) supone, siguiendo a la RAE, calidad media, poco mérito y tirando a malo, en castizo, es la actitud de aquella persona que busca hacer el menor esfuerzo y se conforma con lo regular, con ser del montón; la segunda, (Del lat. excellentĭa) supone según la RAE superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo. En definitiva, se identifica con la disposición del sujeto a hacer cualquier cosa que se proponga de la mejor manera posible, evitando la calidad inferior en el ser y el hacer.
Ni que decir tiene que la mediocridad exige poco esfuerzo y no garantiza el logro de la empresa que en cada caso se pretende, y que el mediocre, como define P. Celdrán es una «persona o cosa que no sobresale ni merece ser notada; ramplón y corriente; que carece de brillo; adocenado, vulgar, del montón» en El gran libro de los insultos (La Esfera de los Libros, 2008).
La excelencia, no obstante, basada en la disciplina, obliga a trabajar mucho más, marcando a largo plazo la diferencia, el reconocimiento, el prestigio y el éxito.
Apliquemos ambos conceptos, y hagámoslo desde una perspectiva actual, a la gestión y a la política, reductos en los que, con dignas excepciones, desgraciadamente abunda la mediocridad y no la excelencia
La mediocridad, les recuerdo, nos conduce a personas (o personajes) de calidad media, poco mérito, tirando a malos (no lo digo yo, lo dice la RAE) que nos estomagan con esta «nueva política» del vale todo o esa forma de gestionar, no gestionando, desde la ignorancia, la soberbia, y la incapacidad más absoluta que ya encontrarán a quien cargar el muerto que genere su torpeza para quedar libres de toda responsabilidad.
La excelencia, sin embargo, exige personas de calidad superior entendida en los mayores méritos, valores, capacidades…. Personas que hoy parecen perdidas en el sueño de justos porque en general, ni están ni se les esperan porque actualmente no se prima el talento, la generosidad, el trabajo bien hecho o la altura de miras (que yo creo que no saben ni lo que es) que implica anteponer el interés colectivo y el bien de la sociedad frente a cualquier objetivo individual.
Al contrario, hemos caído en el abismo de mediocridad donde todo lo justifica conseguir el cargo (o carguillo) del que normalmente no se asume la carga lo que, además, se disimula vendiendo humo, dando coces hacia detrás o patadas hacia delante que lejos de resolver los problemas acuciantes que nos amenazan, los posponen y los agrandan. Y no se equivoquen, porque se puede ser un mediocre muy competente, es decir, oportunista, aplicado y servil pero sin convicciones. En ese caso, como denuncia A. Deneault, en su recomendable ensayo Mediocracia, cuando los mediocres llegan al poder (Ed. Turner, 2019), me temo que tiene el futuro asegurado.
Por ello, en todos los ámbitos, pero en éstos particularmente, debemos reivindicar la excelencia que tanto necesita España. Excelencia que exige valorar el mérito, la capacidad y el talento, pero los de verdad, y no los fingidos, inventados o plagiados en currículums imposibles que no se creen ni quienes los exhiben, y que, cuando se les pilla en un renuncio, esconden tras la indiferencia en la que está sumida nuestra sociedad a la que tanta mediocridad parece haber asqueado definitivamente.
Superemos la modorra que nos aboca a dar por bueno lo que es a todas luces inaceptable y hagámonos individualmente la siguiente pregunta: ¿De verdad podemos continuar así?
¿A ver si al final los mediocres vamos a ser todos y cada uno de nosotros?
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