Salgo de casa y mis pies, soberanos tras dos jornadas intensivas de trabajo, se dirigen hacia el único espacio libre de asfalto, carburante y ruido al sur de esta ciudad sin agua. El parque fluvial, como cada febrero, se viste de gala gracias a los ... primeros coletazos de una primavera que no termina de eclosionar y por efecto de los disfraces de carnaval, que este año son patrimonio exclusivo de los niños. A los mayores, junto al toque de queda y al teletrabajo, se nos ha impuesto una suerte de melancolía crónica -una pena con vocación efímera que, si se extiende demasiado, luego no hay forma de sacudirse-, pero los críos y los perros están hechos de otra pasta: para ellos siempre quedará un vaso por romper, un culo por oler o una identidad por usurpar.

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Observo a esos chavales que llenan de color un barrio cualquiera, los únicos con moral para disfrazarse en este carnaval raro -veo a un astronauta limpiándose los restos lunares con gel hidroalcohólico, acierto a adivinar los cuernos de una Maléfica tras una mascarilla morada y asisto a la lucha encarnizada entre dos jedis que se baten a distancia- y me enternece su natural contienda contra la tristeza.

En los auriculares que descansan sobre mis orejas suena un tema de hace veinte años, de cuando la vida era otra y yo todavía era una de esas niñas que llegaban a casa con el traje de deshollinador demasiado sucio, sin una sola pluma en el gorro de Robin Hood o con las cintas de la capa de tuno enredadas en mis gafas de culo de vaso: «Afuera el carnaval, los ruidos, las sirenas urgentes, / carnaval enrarecido, vestidos de gente corriente». La pongo de nuevo y extraño aquel tiempo en el que hasta las canciones tenían otro sentido.

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