Un buen recurso de estudiante cuando estirabas la llamada 'propina' hasta extremos ilimitados era el famoso 'simpa'. Cuando salíamos de vinos, uno de los objetivos del encargado de llevar el 'bote' era que aguantase el máximo tiempo posible. Cualquier táctica era bienvenida, desde la invitación ... del típico amigo de un padre encontrado fortuitamente en el Húmedo al despiste del hostelero que confundió la cuenta con otros que eran menos, o incluso la dificultad de volver a la barra para abonar la cuenta en días especiales cuando el bar estaba lleno hasta la bandera.
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Sabíamos perfectamente dónde podíamos jugárnosla, porque sabíamos cómo se las gastaba el personal. En alguna ocasión, nos ocurrió que después de hacer el famoso 'simpa', volvíamos la semana siguiente y el camarero nos estaba esperando con una agradable sonrisa que cambiaba por un guiño cuando nos daba la vuelta, y nos decía: «Lo de hoy y lo de la otra semana».
Más que el 'simpa' en sí lo que realmente nos gustaba era mentir un poco. Algo así como el piquito de Ponce, o como las quejas de Morante por el albero de las Ventas. Algo venial, podríamos decir que hasta simbólico, «un gesto de pillo» que dirían los viejos del lugar.
Como aquello de pedir un licor de los llamados de importación y a la hora de pagar decir que era un DYC. No es que colara muchas veces, ya que antes de volcarte la Coca Cola ya te estaban pidiendo los euros, pero la cosa era intentarlo.
Nos cuentan los hosteleros de Valladolid que un profesional del 'simpa' se está poniendo las botas. El 'modus operandi' es el mismo, aficionado al buen whiskhy desde por la mañana, el fenómeno pide los platos y bebidas más caras de la carta, pero a la hora de abonar, recurre a todo tipo de disculpas. Tal es el despropósito que en ocasiones no ha tenido reparo utilizar el clásico «no tengo dinero». Sin más.
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El jueves falleció el actor Ray Liotta, uno de los geniales protagonistas de la película 'Uno de los nuestros'.
Ellos pusieron de moda algo que en el pueblo de mis abuelos ya se llevaba haciendo muchos años y que no era otra cosa que llevar una pala en el maletero del coche. Evidentemente, el fin era distinto, pero ahora que lo pienso, había muchas más cosas en común, incluso de allí salió algún alumno aventajado.
Algo tiene el mundo de los gánsteres que llama poderosamente la atención. Seguramente, como decía Andrés Calamaro, «lo prohibido es una forma de vida», y eso no me dirán que no es persuasivo. Y es que como dijo Pedro G. Cuartango, «todos tenemos un fondo que nos hace identificarnos con esos personajes dolorosamente humanos». El personaje de Ray Liotta en la película afirma que desde que abrió los ojos al mundo, siempre quiso ser un gánster.
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Es imposible no recordar una de mis secuencias favoritas que además ha llegado a ser calificada como el mejor plano secuencia de la historia del cine.
Henry quiere sorprender a su novia y por eso decide que tienen que entrar por la puerta de atrás de la mítica discoteca Copacabana y evitar la interminable cola. Tras cruzar la cocina y varios pasillos entran en la sala, donde al momento les montan una mesa en primera fila, rozando el escenario y con una botella de Dom Perignon. Ante semejante despliegue, Karen, sorprendida, le pregunta que a qué se dedica, puesto que ha ido repartiendo 20 dólares a todos los que se ha encontrado por el camino, desde el aparcacoches hasta el encargado de sala. Él sonríe y le dice que trabaja en la construcción, pero ella enseguida replica que eso es difícil de creer teniendo unas manos tan cuidadas. Él remata alegando que es delegado sindical.
Pues eso, ahí lo tienen, maneras de vivir.
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