Este fin de semana, además de la fiesta del desenfreno consumista que ha supuesto el Black Friday para aquellos hogares que se lo han podido permitir, en casi toda la geografía española –exceptuando algunos territorios rezagados y el milagro vigués del rey mago Caballero– se ... ha celebrado otro evento igualmente derrochador, pero mucho más democrático: el encendido del alumbrado navideño. Sean cuatro paneles torcidos de lado a lado de la calle principal del pueblo u once millones de luces LED, la iluminación de Navidad tiene un par de cosas en común con nuestra ley electoral: por un lado, todos los ciudadanos –ricos o pobres, de izquierdas o de derechas, con el espíritu navideño del mismísimo Baltasar o encabronados cual Grinch de categoría regional– estamos condenados a que su expansión silenciosa alcance, si no nuestros buzones, al menos nuestras ventanas; por otro, las luces de adviento –al igual que nuestros votos– valen más o menos en función del rincón del país en el que se instalen.

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El alumbrado, sin embargo, admite más fantasía en sus variopintos y desiguales resultados que el Congreso. En esto, nuestro hemiciclo suele parecerse más a los belenes: los nacimientos tienen el superpoder de excitar al pequeño dictador que todos llevamos dentro, y cualquier intento de renovación que se salga del tradicional pesebre –con María, José, el niño Jesús, la mula, el buey, un par de pastores y Sus Majestades acercándose a paso lento– descoloca nuestras expectativas. «Esto no es un belén, esto es otra payasada», le ha dicho una señora a Ada Colau. A riesgo de parecer una ultra del Adeste Fideles, la verdad es que algo de razón sí que tiene. A ver si llega el Cyber Monday y se me pasa.

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