Ayer se cumplió un lustro tras la desaparición de Eduardo Galeano, y hace unos días un amigo escritor me recordó que ya han pasado siete años desde la muerte de José Luis Sampedro. Pienso mucho en ellos estos días. Supongo que eso es la admiración: ... tratar de recrear mentalmente los artículos que escribirían los muertos para explicar la realidad, jugar a adivinar qué dirían si pudieran contarnos lo que piensan del mundo que viene, o de la forma de vida que estamos dejando atrás, intentar reflexionar según un poso intelectual que sigue vivo aunque sus impulsores ya no estén. En estos tiempos en que nos abrazamos a través de cristales y a dos balcones de distancia, las palabras de Galeano resuenan de otro modo. Desde el título, 'El libro de los abrazos' adquiere otra dimensión. Recupero mi ejemplar y, al abrirlo, una frase que la cría que era en 2010 subrayó con doble línea –y que hoy preside uno de los grandes teatros de la capital– me salta a la cara: «Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.»

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Nuestra identidad, que no por parecer algo estanco es menos volátil o menos maleable, se nutre del cambio, y más en época de crisis. De ahí surge la contradicción: miles de sanitarios cuidan de nosotros mientras, desde su casa, un médico irresponsable difunde bulos acerca de la pandemia en las redes sociales; y los aplausos de cada tarde chocan con esos carteles, impregnados de miedo, de algunos vecinos que piden a los trabajadores esenciales que no vuelvan a sus casas. La batalla, en esta ocasión, no está en el relato, sino en las decisiones que tomamos. Y ya lo decía Sampedro: «Las batallas hay que darlas, se ganen o se pierdan, por el hecho mismo de darlas».

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