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Se me ocurren un millón de cosas que me gustaría hacer antes de estar muerta. Me gustaría, por ejemplo, dar la vuelta al mundo sin prisa, sin pantallas en el bolsillo y sin coger un solo avión. O escribir la historia de mi bisabuelo anarquista, ... que trabajó en una imprenta gallega durante los peores años del franquismo. O beberme un par de latas con mi primo mientras atardece sobre el parque de las Siete Tetas. A diferencia de mis dos primeras ideas, es probable que esto último suceda varias veces antes de que alguno de los dos nos vayamos al otro barrio. En cualquier caso, poco importa: postergar los deseos para más adelante es una forma preciosa de convencernos de que lo que venga merecerá la pena. Tendemos a pensar que el tiempo que nos queda será lo suficientemente largo y saludable como para llegar a viejos con los deberes hechos. Dicho de otra manera: la seguridad de que un día estaremos muertos es lo que nos impulsa a seguir viviendo.
Sin embargo, hay quienes no pueden escribir ningún ítem en su lista de cosas que hacer antes de morir, porque saben a ciencia cierta que aquellas que querrían anotar nunca sucederán. Por ejemplo, dejar de sentir dolor, levantarse de la cama o seguir respirando sin que una máquina lo haga en su lugar. Si vivir consiste en postergar lo importante para después, con la falta de un mañana la vida se extingue y, en su lugar, sólo resta un sucedáneo cruel: la certeza de que todo lo bueno queda detrás. Espero que sus listas, como la mía, estén siempre llenas de anhelos todavía insatisfechos; pero si llega el día en que se queden vacías, espero que nadie -ni ley, ni familia, ni fe- les pueda obligar a asomarse al abismo de un futuro inexistente.
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