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Procesión de Genarín por las calles de León.
El entierro de Genaro alias Genarín, un entierro insólito

El entierro de Genaro alias Genarín, un entierro insólito

¿Qué tanto atractivo puede tener semejante individuo para despertar el fervor encendido entre la marabunta superior a las 3000 personas que todos los años conmemoran en la Semana Santa leonesa su último etílico aliento?

Javier Taranilla de la Varga

Lunes, 3 de abril 2023, 19:43

Para entierro esperpéntico, el de la sardina. Pero este que traemos a colación no le va a la zaga.

Genaro Blanco Blanco (apellidos que indican un origen hospiciano, ya que se asignaban a los huérfanos en honor a la Virgen Blanca) fue un hombre de mala vida, pellejero de profesión, cuya mayor gloria fue vivir en el alcohol y morir atropellado por el primer camión de la basura de León mientras hacía sus necesidades junto al tercer cubo de la muralla, a la altura de la calle de Las Carreras, en la noche del Jueves al Viernes Santo de un 30 de marzo del año 1929, según noticia recogida por «Diario de León». Dicen que la Moncha, una prostituta lucense, o sea, natural de Lucus Augusta, que lo reconoció por ser cliente habitual de lupanares y casas por el estilo, le practicó los primeros auxilios, pero sin éxito. Dejó en este mundo viuda y cuatro hijos.

Lo cierto es que, al año siguiente, ya se conmemoraba en León el primer aniversario de tan irreparable pérdida. Cuatro sujetos, denominados «los evangelistas», a saber: un taxista, Eulogio el Gafas; un árbitro de fútbol, Nicolás Pérez Porreto; un gran juerguista venido a pobre, Luis Rico; y el poeta Francisco Pérez Herrero, los cuatro, decidieron reunirse en la típica plaza del Grano (donde estaba la taberna El Perrito, en la que su «maestro» tomaba siempre el primer trago de la mañana) para beber orujo, lo primero, y, bien entonados, cantar coplas y recitar versos. La simiente de la procesión conmemorativa estaba sembrada.

Pasaron los años y el esperpéntico espectáculo fue in crescendo, pero en el 57, tras la coincidencia de esta con la procesión religiosa –que contaba con menor afluencia de público–, se terminó prohibiendo. Se recuperó con la democracia en 1979 gracias al empuje del poeta «evangelista» aún vivo y a la inestimable colaboración del grupo de teatro La Fragua, que llamaron a la juventud «progre» de aquel entonces.

El libro de Julio Llamazares «El Entierro de Genarín. Evangelio apócrifo del último heterodoxo español», publicado en 1981, representó, con la narración de sus hazañas en letras de molde, la popularización definitiva del lamentable personaje, y constituyó «la piedra angular en la que se recoge la liturgia genariana», como reza la Wikipedia. Y, en 2009, el celuloide lo terminó de consagrar a través de la película «Bendito canalla».

Una cofradía, y todo, se ha creado para sostener la tradición y entonar «¡vivas!» al orujo, ingrediente «sine qua non» del espectáculo. No importa la edad. En la calle, bajo el manto de la noche, bebe el que quiere, con la aquiescencia de los poderes públicos, desbordados. No hay policía para tanto sujeto.

La ceremonia guarda una liturgia. La susodicha Cofradía de Nuestro Padre Genarín, cuya página web presenta la procesión, entre otras lindezas, «en honor a un viejo pellejero, borrachín y putero (...), merecedor de un recuerdo eterno (...). Procesión de borrachos que festejan al orujo y los versos irónicos y lascivos que escribieron y escriben los seguidores del Santo Pellejero», tras alimentarse, caldearse y recitar coplas líricas en su «santa cena», se dirige a la plaza del Grano para cargar a hombros los «pasos»: una cuba de vino, el Genarín, la Muerte y «la Moncha». Cuatro cabezudos rememoran a los ya míticos –en el sentido de harto célebres– «evangelistas».

A la luz y al calor de las antorchas, por si no fuese suficiente el del orujo, se dirigen a efectuar sus tres paradas preestablecidas, a fin de recitar versos y seguir con la bebida: la de la calle de la Sal, la de la catedral y, siguiendo por Cardenal Landázuri (antigua calle de la Canóniga Vieja), tras atravesar Puerta Castillo, la última al llegar a la meta: el cubo de la muralla donde el «rey de copas» dejó su última «huella» antes de abandonar este mundo.

Allí, en el momento cumbre de la ceremonia, un cofrade con nombre específico, el hermano Colgador, trepa muralla arriba para depositar en honor del «Baco» leonés sus sentidas ofrendas: pan nuestro de cada día, queso, naranjas, una corona de laurel en señal de «gloria» y, como no podía ser menos, la imprescindible botella de orujo. Abajo, corre entre cánticos, ¡vivas! y todo eso, el licor en abundancia.

Pero, como no existe santo sin milagros, hasta cuatro se atribuyen a Genaro alias Genarín:

El primero, la redención de «la Moncha», que dejó el oficio más viejo del mundo y retornó a su patria chica.

El segundo, un gol en propia meta del portero del equipo contrario cuando, pese a haber sido bendecido el terreno de juego la noche anterior por parte de «los evangelistas» (con orujo, claro está), la Cultural no entonaba el partido hasta que, tras la queja de uno de ellos a su patrono, este realizó el milagro sobredicho.

El tercero, la curación de un enfermo de riñón, que expulsó una piedra del tamaño de una nuez al hacer sus necesidades en el mismo rincón que el santo Genaro.

Y, el cuarto, teniendo ya que ver algo más con sus intereses, el escarmiento del ladrón que todos los años robaba las ofrendas depositadas en la muralla, pues en plena faena resbaló y se partió la cadera.

¿Qué tanto atractivo puede tener semejante individuo para despertar el fervor encendido entre la marabunta superior a las 3000 personas que todos los años conmemoran en la Semana Santa leonesa su último etílico aliento?

He aquí el misterio para el que cada cual tendrá su explicación.

(Extractado de mi libro «Enigmas y misterios de León», editorial Almuzara, 2018)

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