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No me gustan los extremos en ningún planteamiento y, mucho menos, en política. La radicalización ya nos llevó el pasado siglo a un conflicto fratricida como colofón de un frentismo del que tendríamos que haber aprendido algo, sobre todo, a no repetir, una y ... otra vez, los mismos errores.
Los radicalismos son, por definición, absurdos y totalitarios, polarizan los planteamientos hasta hacerlos irreconducibles, y casan mal con la libertad individual y el entendimiento mutuo.
Quienes los potencian, que lo hacen a sabiendas de lo que están haciendo- no se equivoquen- da igual la ideología a la que pertenezcan, aborrecen del entendimiento y de la convivencia pacífica, coartan la libertad de las personas e incurren en comportamientos totalitarios plagados de falacias, de intereses partidistas, de falta de valores y escrúpulos, de oportunismo…de mentiras y más mentiras de las que la sociedad actual debería abominar.
Cuando proliferan los ismos- fascismo, comunismo, separatismo, independentismo, extremismo, totalitarismo, racismo, frentismo…- la única solución posible es trufar la vida pública de políticos de altura que aboguen por el consenso y la vida en paz que, en los tiempos convulsos que corren, se alejan cada día más, asomándonos a espectáculos bochornosos a los que no debemos acostumbrarnos y que sonrojan a cualquier persona razonable.
El enfrentamiento dinamita la democracia y la convivencia y, con ello, los derechos y libertades de todos que tanto nos han costado conseguir. Difumina lo realmente importante que es el bienestar de los ciudadanos que se pierde en marañas ideológicas absurdas, tremendamente utópicas, de las que, una vez enredados, no es fácil salir.
Por eso debemos reivindicar un cambio de actitud de quienes se dedican a lo público, donde la moderación, la comprensión y la bondad, prevalezcan sobre cualquier militancia política, sobre cualquier argumento pseudo-ideológico que enmascare la incapacidad para velar por el bien común, que es el de todos, no el propio. Como dijo Santo Tomás de Aquino, …«si la sociedad de los libres es dirigida por quien gobierna hacia el bien común, se da un régimen libre y justo, como corresponde a los libres»( La monarquía. Libro Primero, Cap. I, 5).
Resulta imperioso volver la mirada a los valores universales: la lealtad, la honestidad, la coherencia, la ejemplaridad, el afán de superación, la vocación de servicio….debemos aceptar la crítica, y practicar la autocrítica, saber pedir perdón por los errores cometidos, a no sentirnos perfectos e irreemplazables, y a buscar ser mejores cuando conseguimos que las soluciones nos satisfagan a todos, aunque sea en pequeña medida.
Seguramente, estamos como estamos porque los partidos políticos se utilizan como agencias de colocación, sin primar a las personas con capacidad demostrada, por formación y actuación, aupando a quienes, renunciando a la mínima discrepancia, obedecen ciegamente a argumentarios que, encima, ni entienden ni razonan- y, hasta a veces, ni comparten- pero que han aprendido a repetir como papagayos sin capacidad de modularlos nunca, aun cuando esa flexibilidad es la base del consenso y del entendimiento.
Y como ellos no son capaces de actuar adecuadamente se empeñan en contagiar el mismo mal a la sociedad al completo, imponiendo el sectarismo, los comportamientos furibundos y la incomprensión que empieza a proliferar en el Congreso de los Diputados, en el Senado, en las redes sociales, en los medios de comunicación y en la calle, erosionando la calidad democrática del país en que vivimos… y ojo, que para este virus tampoco hay vacuna.
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