Placa colocada en la calle La Sal en recuerdo del poeta Francisco Pérez Herrero

Recuerdo

En dos tardes de sobremesa en aquél restaurante familiar, Paco dictó la historia del Genarín a Julio Llamazares y Ernesto Escapa (autor y editor de lo que sería, con portada de Pedro Trapiello, un extraordinario y merecido éxito de ventas), armados de magnetófono y botella de orujo

A Francisco Pérez Herrero lo conocí en el bar restaurante de mis padres donde era cliente habitual de la misma manera que ellos lo eran de su taller de mecánico dentista, como se llamaba entonces a los protésicos dentales. Desde niño había oído decir a mi madre con toda naturalidad que a Paco no lo habían matado en San Marcos durante la guerra porque le escribía las cartas de amor de un teniente a su novia. Lo que nos llevaba a establecer extrañas e imaginativas relaciones entre la literatura amorosa y la pena de muerte. También conocíamos desde niños la famosa leyenda de la procesión bohemia del Entierro de Genarín, por entonces prohibida, y que durante años se había celebrado el día de jueves santo protagonizada por Pérez Herrero. Precisamente en dos tardes de sobremesa en aquél restaurante familiar, Paco dictó la historia del Genarín a Julio Llamazares y Ernesto Escapa (autor y editor de lo que sería, con portada de Pedro Trapiello, un extraordinario y merecido éxito de ventas), armados de magnetófono y botella de orujo.

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Años más tarde, siendo ya amigos, el propio Paco me contó cómo, en los primeros días del golpe militar, había sido detenido e ingresado en el campo de concentración de San Marcos bajo la acusación de ser miembro de la Asociación de amigos de la Unión Soviética. Aunque no había pertenecido a ningún partido político, sí tenía el carnet de aquél obvio satélite del Partido Comunista. Recién llegado a un dantesco San Marcos, un oficial supo que era periodista de profesión y le propuso que le escribiera habitualmente las cartas que quería enviar a su novia. Naturalmente, Paco no se negó. Como obsequio, cuando le subían varias veces por semana al tabuco que hacía de oficina del teniente para escribir las cartas, recibía un vaso de café infame y un «corrusco de pan duro». En las misivas, además de amor, Paco describía un cuartel militar idílico y una actividad heroica que no tenía nada que ver con el matadero en el que se encontraba. Por las noches llegaba la ronda de la muerte para hacer «la saca» y llevarse en un camión a los desgraciados que les había tocado ser «paseados». El grupo de asesinos, en su gran mayoría civiles, iba recorriendo las dependencias de San Marcos y señalando arbitrariamente a los detenidos que iban a liquidar aquella noche en Puente Castro o en el monte de Villadangos. Cuando algunas veces señalaron a Paco, el oficial les decía secamente: «ese no». Y así, gracias a la habilidad de plumífero cortejador, fue salvando el pellejo durante los muchos meses que pasó en aquél inframundo.

Cuando salió «de chiqueros», como le gustaba decir a Paco, gran amante del lenguaje taurino, optó por no volver a ejercer el periodismo. La obligación previa de jurar lealtad a los Principios del Movimiento Nacional le resultó inaceptable. Por ello volvió a trabajar de mecánico dentista para la clínica de D. Crisanto Sáenz de la Calzada (padre de Arturo y de Luis) con el que «de guaje» había comenzado en el oficio. Hasta que finalmente se estableció por su cuenta.

Tras el paso por San Marcos, Paco buscó con ahínco un ejemplar del periódico La Mañana, dirigido por D. José Pinto Maestro, como le gustaba enfatizar. Allí se había publicado la entrevista que él mismo y Ricardo Cabal le hicieron a Federico García Lorca cuando este pasó por León con la Barraca en agosto de 1933. Lo habían recogido en el Hotel París —describía— y le acompañaron hasta el Teatro Principal con parada en algún bar de la plaza. La entrevista tenía especial interés porque en ella, contra su costumbre, el poeta hacía consideraciones políticas. A pesar de su tesón, Paco no encontró aquel periódico porque no quedaban archivos y quienes podrían haberla guardado estaban muertos o habían destruido cualquier documento que pudiera resultar sospechoso.

Años más tarde, perdida ya la esperanza de recuperarla, apareció por León una doctoranda norteamericana con una «xerocopia» de la añorada entrevista a Lorca. La había obtenido del ejemplar de La Mañana que se conserva en la biblioteca del Congreso en Washington. Por eso buscaba e interrogó a Pérez Herrero, quien (como ya no existía Espadaña, donde le hubiera encantado verla) la volvió a publicar en una revista de poesía alicantina, Altano. Después fue reproducida en variadas publicaciones y libros.

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Aquella fue una de las mayores alegrías de su vida nos confesó —también estaba Enrique Estrada en la Cafetería Cawis —, mientras se le llenaban los ojos de agua con los detalles del relato. Creo que fue la única vez en que lo vi profundamente emocionado.

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