Han pasado cien años desde la muerte de Benito Pérez Galdós, aquel isleño bigotudo a quien algunos tildaban de garbancero, pero que nos ayudó a entender que un pueblo se proyecta en su pasado para construir su presente y se refleja en historias minúsculas, particulares, ... para nombrarse a sí mismo. En las últimas décadas, sin embargo, ha sido menospreciado por varias generaciones de juntaletras que reconocían en público, casi con chulería, el poco interés que les despertaban sus obras. Sólo se me ocurren dos escenarios en los que un escritor podría subestimar a Galdós. El primero es que no lo haya leído: no conocer algo no es un drama -es imposible abarcarlo todo- pero existe la tendencia, alimentada por un sistema glotón que devora cuerpos y libros por igual, a despreciar lo ignoto para justificarse ante los demás. El segundo es el pudor de saberse cautivado por unos textos accesibles, populares, aptos para cualquiera. Esto es más grave: no percatarse de que justo ésa es su virtud fundamental es no haber comprendido nada.
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Quien no reconozca en Galdós a un constructor de universos brillante, a un autor que trató sus materias primas -la realidad y la invención- con respeto y delicadeza, pero también con audacia; o quien no vislumbre en él a un pionero en entender que lo personal es siempre político, tiene un problema con sus propios prejuicios. Galdós fue capaz de abarcarnos a todos en un catálogo de personajes parecidos a quienes tenía más cerca. Esta tendencia hacia lo local no le resta ni un ápice de universalidad y ésa es, quizá, la lección más valiosa que podemos extraer de sus libros: las grandes historias hacen míticos a los lugares que las contienen y no al revés. Galdós nos narra porque es profundo, aventurado, burlesco y comprometido. Si quieren ver a un garbancero, mejor busquen debajo de cualquier bandera.
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