Esta noche es la noche. Por lo menos, para los eurofans. Y para los que nos sumamos a última hora, los conversos que hemos recuperado la fe, los hijos pródigos que regresamos a casa tras pasar las fiebres musicales juveniles. Pasé de disfrutar Eurovisión de ... niña (mis padres en la cama, mi abuela en la mecedora, yo en el sofá, las dos con lengua de víbora y oído de tísica poniendo a parir a media Europa) a odiarla de adolescente: cómo me iba a mí a gustar eso, con lo moderna y culta que yo era. Y pava, sobre todo era pava. Y llena de prejuicios. Pero Rosa de España y su encanto ingenuo me hicieron volver a creer. Siempre me traiciona la razón y me domina el corazón.
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Aquella noche de 2002 mi pandilla se juntó a cenar. Cada uno trajo un plato típico de un país. «¿Qué cojones se come en Lituania?», me preguntó Carmen. Si no sabíamos situar en el mapa a muchas de las naciones participantes, menos aún íbamos a saber algo de su gastronomía. Estábamos más perdidos que Belén Esteban cuando soltó aquello de «He estado en Dubrovnik, la perla del Antártico». Finalmente averiguamos, internet paleolítico mediante, que en Lituania se comía 'balandeliai', una hoja de col rellena de arroz, carne picada y verduras. Esta vez lo llevamos mejor: por culpa de Putin, los europeos hemos hecho un curso acelerado de geopolítica. Y de miedo en el cuerpo.
España es un país extraño al que el espíritu patriótico solo le surge con la selección o con Eurovisión. Bueno, tan raro como el resto del continente, que se une una noche al año para entretenerse con el petardeo, los brillos, las canciones disparatadas y las coreografías imposibles. Eurovisión es la decadencia de Europa. Y de Australia, que también participa. Qué bien.
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