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Cuando estalla una crisis migratoria, antes de pensar en la seguridad, en la integridad de un territorio o en cualquier conflicto entre países, recuerdo aquel poema de Warsan Shire: «Tienes que entender / que nadie pone a sus hijos en un barco / a no ser que ... el agua sea más segura que la tierra.» No hay duda de que Marruecos ha desatendido su frontera para castigar la hospitalización de Brahim Gali, pero nadie está poniendo negro sobre blanco una obviedad: quienes cruzan el Mediterráneo a nado no arriesgan su vida por motivos ideológicos.
Es fácil echar balones fuera cuando el país vecino se pasa los derechos humanos por el forro. Lo difícil es mirar hacia dentro. La hipocresía a este lado de las concertinas es tan grande que, si primase la honestidad, tendríamos que reconocer que lo que nos molesta es que los migrantes lleguen vivos. Mucho Lesbos, muchas fotos de niños ahogados y mucho 'refugees welcome', pero a la hora de la verdad somos los primeros en pagar a Marruecos para que su policía nos haga el trabajo sucio. Para evitar la imagen de un campo de refugiados en Ceuta, repatriamos al instante a seres humanos que, por haber nacido en el lado equivocado de una línea arbitraria, tienen menos derechos que los animales de compañía europeos; mientras, con nuestra connivencia, dos generaciones de saharauis llevan casi medio siglo en otros campos, pero esos ya nos importan menos. Hasta el TEDH avala las devoluciones en caliente porque en realidad, en un contexto europeo, los derechos humanos no son más que derechos nacionales. En el fondo somos todos iguales: nosotros perdemos el culo por señalar a los fascistas húngaros y al final es Salvini quien nos pone frente al espejo.
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