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La banda Loquillo y los Trogloditas, en una de esas canciones bumerán que de vez en cuando vuelven para taladrarme el hipotálamo, cantaban: «En la escuela aprendí / cómo ser del montón, / en el barrio dijeron: / 'nunca pidas perdón'. / El rocanrol me enseñó / a no decir ... un sí por un no, / y mi padre a hacer las cosas / por amor.» Mis colegas y yo, con el pavo de los quince años tan subido que a veces, por puro instinto, hasta teníamos razón, le cambiábamos el final y el título a un tema que pasó a llamarse 'Por error'. La clarividencia adolescente no siempre es voluntaria, pero suele acertar: cuántas veces la habremos cagado, individualmente y como especie, por confundir el amor con otras cosas que nada tienen que ver con él; y en cuántas ocasiones un despiste bobalicón nos habrá conducido hacia el amor verdadero -por otra persona, por un oficio, por una afición o, con un poco de suerte, por uno mismo- por una autopista de triple carril y sin peaje.
Estos errores minúsculos son el pan nuestro de cada día y a veces menospreciamos el potencial transformador de su simple acumulación; pero los errores de verdad, esos con la capacidad de cambiar vidas de golpe -para bien o para mal- y de ponerlo todo patas arriba, no son tan habituales como podría deducirse del catálogo de Netflix. Sin embargo, existen: a finales de esta semana, la Policía Nacional incautó 378 kilos de cocaína que una empresa de distribución pucelana había recibido 'por error'. La droga, que había viajado camuflada como azúcar desde el puerto de Valencia, pasó por un montón de manos, vehículos y albaranes; y las vidas de sus responsables se podrían haber ido al garete por un error que ni siquiera les pertenecía.
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