A la pregunta que tantas veces me hacen en los periodos que, por fortuna, he dedicado a otras cosas, de ¿no te da pereza volver a la Universidad?, siempre contesto de forma rotunda: no, ninguna pereza. Al contrario, es un reto ... la vuelta con la mochila repleta de ilusión y de bagaje que procuro, cuando la capacidad me lo permite, compartir con mis alumnos.

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La enseñanza es una labor fascinante, ciertamente. Está plagada de experiencias vitales aleccionadoras y gratificantes, y también, como la vida misma, de conflictos y de algún que otro mal momento que superamos desde un sentimiento que- y estoy segura de compartirlo con la mayoría de los docentes- nos empuja a seguir adelante, cargando las pilas y esperando a que, entre todos, todo mejore.

Y es que entre los que nos dedicamos a enseñar- y más nos vale- subyace, además de la requerida vocación, un sentimiento vital que nos empuja a la superación constante y nos estimula a esforzarnos cada día en el ejercicio de la labor docente en beneficio de nuestros alumnos, de nuestros discípulos, de todos aquellos sobre los que asumimos, voluntariamente o no, un magisterio. Este hecho supone una responsabilidad absoluta, en la medida en que, de una u otra forma, somos ejemplarizantes, debemos serlo.

La vocación que se nos presupone, y que en todos los casos hemos de auto exigirnos, procede etimológicamente del verbo latino «vocare» (llamar) y es, en el imaginario popular, una especie de voz interior que entraña seguridad, acierto y convencimiento para dedicarse a algo. Ortega y Gasset la identifica con una llamada que no podemos acallar, que procede del «fondo insobornable» de cada uno y se nos impone imperiosa. En mi caso, creo que la vocación es inspiración, motivación, autorrealización, compromiso, necesidad de saber y de formación.

Muchas veces he contado que debo mi carrera académica y profesional a Rafael Calvo Ortega, mi maestro, y uno de los grandes pilares en mi ya dilatada vida profesional, a quien siempre he querido parecerme y del que siempre he pretendido sentirme digna discípula. Su forma de ver en el mundo académico, su buen hacer y su vocación de servicio a los demás ejercitada en muchas lides, han sido generadores para mí de una vocación tardía, que curiosamente él descubrió antes que yo misma, aunque no por ello menos férrea, disfrutada y entusiasta.

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No obstante, mi vocación, como la de cualquiera, para verse fortalecida debe ser alimentada a diario, labor en la que, lo reconozco, sigue teniendo mucha importancia ver a mi maestro activo e incansable con ochenta y muchos años y, cómo no, y cada vez más, ver la actitud vital de mis alumnos, de mis discípulos, porque sus logros, sus éxitos, grandes o pequeños, consecuencia de su esfuerzo, como a cualquier maestro que se precie, me retroalimentan.

Por esa razón, cuando, avanzando en su proyecto de vida, les veo madurar, cuando les observo trabajar y dar de sí todo lo que son, cuando tengo la fortuna de acompañarles en la consecución de cualquier meta, por pequeña que sea, de cualquier objetivo que se marcan-e incluso cuando no llegan, si se han volcado plenamente en ello- me hago egoístamente partícipe, disfruto como una enana, y siento mi vocación absolutamente colmada. Habrán entendido ahora por qué les decía que descarto cualquier pereza a incorporarme a la tarea docente que tan fácil nos pone encontrar motivos de entusiasmo y de desarrollo profesional y personal.

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Y precisamente por esta razón, quiero hacer un reconocimiento expreso, desde esta columna de opinión, a Álvaro, a Dani, a Joaquín y a Manu, componentes del equipo «Quevedos» de la Liga de Debate Universitario, que me hicieron el honor de nombrarme su tutora. Durante los tres días que ha durado la Liga de Debate he disfrutado con ellos, como hacía tiempo. He renovado el valor de la amistad y del compañerismo, he visto su ilusión por conseguir la excelencia, he compartido sus inquietudes y, por encima de todo, he comprobado cómo nuestros jóvenes universitarios pueden hacer las cosas bien y hasta muy bien, y de hecho las hacen, alimentando, como les decía, la motivación, la ilusión y el entusiasmo de algunos de nosotros.

Creo firmemente que existe una interdependencia absoluta entre profesores y alumnos; unos y otros, compartiendo valores y experiencias, en fin, la vida diaria, somos y hacemos nuestra Universidad y por eso los éxitos de nuestros universitarios debemos hacerlos propios. Como docentes hemos de sentirnos absolutamente orgullosos de su buen hacer del que se nutre nuestra vocación más auténtica y que nos hace mejores en la labor constante de despertar cualidades, optimizar posibilidades, solidificar aptitudes e insistir en todos aquellos aprendizajes que resulten necesarios para su desarrollo personal y profesional. Con ello será mucho más fácil lograr lo que Marañón apuntaba cuando afirmó que aquello que se hace con vocación fructifica siempre, y se transforma en algo creativo y hermoso.

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