Hace unos años, cuando se encargaban calendarios grandes de pared (aquellos de los gatos), y agendas personalizadas, coincidí en una imprenta con el desaparecido Ricardo Ferradal. Un gran aficionado a los toros que acabó siendo asesor de la presidencia, en la plaza del Paseo del ... Parque, y mejor Cofrade.

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Fue por estas fechas, al inicio de un mes de diciembre que debió verme algo 'fuerte', eso que dicen ahora, para evitar la palabra gordo, y me dijo: «Ten cuidado que nos metemos en el mes del engorde y los que estamos en la calle lo llevamos muy mal».

Yo nunca he sido muy de cenas fuera de casa. De estudiante porque andábamos tiesos y aquello nos parecía un lujo, pudiendo tomar unos vinos con tapa 'de gratis'. Nunca lo entendimos, porque esa inversión la reservábamos para las altas horas donde el rey era el DyC posterior.

Mis inicios laborales en Granada tampoco ayudaron a que me gastara mucho en cenas, ya que en la capital nazarí también había una gran tradición de tapas y mi director, que controlaba los mejores sitios, era más partidario de salir a comer y acostarse pronto.

Imagino que con el paso de los años uno se vuelve cada vez más exquisito y empieza a valorar otras cosas que antes desechaba, como sentarse y pedir una buena botella de vino y un plato de jamón, pero ¡claro!, para eso hay que tener buen taco.

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El año pasado para mí fue un descanso de tanta cena y vino español. Llegué a pensar que con esto de la pandemia muchos vicios y compromisos iban a desaparecer para siempre, pero a la vista está que me confundí, y las cenas de empresa y de Navidad han vuelto con más fuerza si cabe.

Siempre dice mi tío Maximino que si mi abuelo Sares, que regentaba en la capital leonesa un bar junto con mi abuela, al lado de la estación de la FEVE, llega a ver pagar a la clientela por un botellín de agua, se hubiera vuelto loco.

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Pues a mi me ocurre algo parecido, yo no puedo estar en un coctel o en una cena con los pies clavados en el suelo como el José Tomás de los primeros años, sin inmutarme.

Ir a una cena para pedir una ensalada con poco aceite o una tortilla a la francesa, es algo con lo que no puedo. Me parece un pecado y debería de estar penado. Porque las veces que lo he hecho, ya de vuelta a casa, he acabado parando en algún sitio de esos con comida rápida, feliz y entrañable, o si he conseguido salvar la tentación y llegar por el trayecto más corto, he terminado la noche con el clásico vaso de leche con galletas.

Para los que estamos fuertes, este mes es una gran putada porque no solo debes atender a las cenas obligadas de trabajo, ahí afuera hay muchos compromisos esperando, y aunque en un principio piensas que no vas a ir, al final acabas cayendo y tomando hasta el soufflé Alaska.

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La gerencia de salud ha pedido 'amablemente' a sus trabajadores que limiten las cenas de Navidad con el fin de evitar contagios.

El criterio con respecto al año pasado es tan distinto, que uno ya no sabe qué pensar. Hace un año éramos los reyes del cerrojazo. Y lo que antes era el mayor drama, ahora se arregla con calma, mascarillas, más vacunas y un posible pasaporte Covid.

Vacunar es lo más importante, nadie con dos dedos de frente lo dudaría, pero no todo es la vacuna. Por tanto, habrá que tomar otras medidas ya que lo de las recomendaciones no funciona, la gente no lo registra, no lo entiende. Pero ¡claro! ahora la situación es totalmente distinta, el tiempo ha corrido, ha pasado un año, los pesos son otros, y el efecto Ayuso ahí está, ¿o no?

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