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Cuando empecé a escribir el artículo la idea era hablar de lo que nos gusta -a pesar de estas épocas confusas-, de lo que nos emociona, pero como no quería escribir un artículo de tan solo un par de líneas decidí incluir también lo que ... nos enfada; pero como no quería ocupar yo sólo todo el periódico con esto último, lo he tenido que resumir al máximo.
Una de las cosas más incomprensibles que ahora enfada a muchos es el comportamiento de ese conjunto de especímenes que se dedican, en lugar de poner buena cara, dar unos buenos días, una sonrisa y ayudar y echar una mano al prójimo en su trabajo o en sus tareas, se dedican -decía- justo a lo contrario. Ocurre con alguna frecuencia en el trabajo, de los jefes a los empleados o incluso a veces entre compañeros, aunque lo más frecuente es lo primero, que en lugar de ayudar, escuchar, razonar, flexibilizar y atender se dedican a poner palos en las ruedas y a incordiar, a molestar, a entorpecer. Pobres estúpidos que al final acabarán haciéndose más desgraciados a sí mismos de lo que ya son, aunque a veces son tan tontos que ni se dan cuenta.
Además, parece que vivimos en un país enrabietado, enfadado, encabronado, donde ver sonreír a alguien -he dicho sonreír, no he dicho risas histéricas, ni esas personas que se ríen para que los demás oigan y vean que se ríen, ni zarandajas parecidas- es prácticamente imposible (es verdad que con la mascarilla se complica, pero si alguien esboza una sonrisa, aunque lleve mascarilla lo sabemos: ¿a que sí?).
En la televisión podemos ver personajes públicos con cara de úlcera o reflujo gástrico crónico junto con una hernia discal, con un gesto que va del odio a la mirada ensayada de asesino en serie o de malo de las pelis de James Bond. Alguno sale en casi todas las ocasiones con peor cara que el bueno del Fary comiéndose un limón.
Hemos llegado un punto en el que hay que pensar muy mucho qué es lo que nos emociona, qué es lo que nos puede hacer alegres o sonrientes, aunque nos cueste un poquito de trabajo. Ver a Nadal feliz y emocionado por el himno que representa a su país al recoger su último Roland Garros es en sí mismo emocionante y también nos hace un poco felices, a pesar de los amargados y agrios que están en muchas esferas y que quieren contagiar su amargura al resto. Para muchos es un ídolo. Las sociedades siempre han necesitado ídolos, o héroes. Aunque algunos prefieren ídolos vulgares, zafios, chabacanos, groseros, como algunas princesas o reyes de lo amarillo, sin futuro reino más allá del dinero ganado con el sudor de su lengua.
Como me dice un amigo, mientras a Nadal se le inundaban los ojos de lágrimas casi seguro que algún imbécil cobarde estaría pensando aquello de «mira que facha, emocionarse con el himno nacional». Lo de imbécil no hace falta explicarlo, lo de cobarde sí porque no se atreve a decirlo en público ya que Nadal es una persona querida y admirada por la gran mayoría de españoles y eso le haría caer en el precipicio de la animadversión (o de la pérdida de votos).
Entre tanto, el espectáculo público es bochornoso y patético. Con un porcentaje de incompetentes y mediocres que supera con creces lo razonable y cuyas consecuencias se traducen en todos los planos de la actividad social: miles de muertes, deudas infinitas, debacle económica, sanidad colapsada, educación congelada y un largo etcétera. Y mientras tanto, la orquesta del Titanic sigue tocando.
Claro que, al final, como en Casa Blanca, siempre nos quedará Nadal.
P. D.: En realidad, en Casa Blanca no se dice «siempre nos quedará París», como ha quedado en la memoria popular; Rick Blaine (Bogart) se despide de Ilsa Lund (Bergman) con «siempre tendremos París».
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