A todos nos encantan los churros, pero a todos nos gustaría odiarlos. Preferiríamos que nos resultasen grasientos, difíciles de digerir y demasiado dulces para nuestro distinguido paladar, acostumbrado al aguacate, a las espinacas y al tartar de atún. A veces hasta nos engañamos en voz ... alta, como si escuchar la mentira en nuestra propia voz fuese a suponer un punto de inflexión. Algo parecido sucede con la lotería de Navidad: es cara, engorrosa y la compramos, la mayoría de las veces, por compromiso. Sin embargo, e invariablemente, cada 22 de diciembre encendemos la tele, nos hacemos un café más cargado de lo habitual y nos preparamos para terminar la mañana con varios cientos de miles de euros más en el banco.

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Tengo la sensación de que el apartamento en la playa, el viaje a las Bahamas o el coche deportivo han descendido muchos puestos en la lista de cosas en las que invertiríamos si nos tocase el premio gordo. Siempre ha habido quien proclamase, más como una fanfarronería que otra cosa, que con unos cuantos millones bajo el colchón dejaría de trabajar; pero creo que el cambio de tendencia va en otro sentido: el tiempo, que antes simplemente estaba ahí para nosotros, se ha convertido en un bien de consumo más. Queremos tiempo para sacar adelante nuestros proyectos o para montar un negocio. Necesitamos tiempo para estudiar una oposición o para decidir, desde fuera de la vorágine de precariedad que nos arrastra, qué queremos hacer con nuestras vidas. Nos gustaría congelar el tiempo para poder elegir ser madres más tarde, o paralizarlo para que nuestros títulos no se devalúen a medida que cumplimos años. Es así de triste: como por no tener no tenemos ni agujeros que tapar, la perspectiva del dinero rápido nos da hasta pudor. Así nos va, que ya no sabemos si pedirle a la lotera un décimo o dos docenas de churros.

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