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Dormir es un placer. Me atrevería incluso a decir que es el gran placer de los dioses. En tiempos pretéritos disfruté de ese placer, incluso llegué a engrosar la lista de aquellos elegidos que se quejan de cierto dolor de espalda por exceso de horas ... de cama.
Una de mis escasas virtudes es que puedo dormir en cualquier lugar, momento o situación. Pero eso, aunque les parezca un lujo, también tiene sus complicaciones; y es que cuando el sueño te viene a rondar son pocas las veces que consigues espantarlo.
Soy capaz de dormir en una sobremesa apoyando la frente sobre las dos manos y con la servilleta de hilo a modo de almohada y volver milagrosamente a los diez minutos a la tertulia montada en torno a la mesa. No extraño los colchones de los hoteles y más de una vez me he echado una cabezada en un área de servicio después de comer y me he despertado a las tres horas cuando ya había caído la noche.
Pero sin duda mi fuerte es el servicio público. Cuando vivía en Granada y viajaba a León para ver a mis padres siempre viajaba de noche. Solía coger el autobús a la una de la madrugada y llegaba a Méndez Álvaro sobre las seis. Por supuesto hacia el trayecto durmiendo, del tirón, no me despertaba ni en el descanso antes de cruzar Despeñaperros. Ahora frecuento más el tren y el uso de auriculares inalámbricos, además de para poder escuchar la radio me ha proporcionado un servicio muy útil, el de despertador.
Mis habituales viajes en tren han provocado que a estas alturas de la película conozca ya a varios interventores que en más de una ocasión me han salvado la vida avisándome del fin de mi viaje antes de que despertara en Madrid o incluso Alicante.
Pero un buen día nació mi hijo Dimas y todo cambió. Y no es porque Orfeo no viniese a visitarnos, seguía viniendo y con mucha fuerza, pero Dimas, decidió apostar por vivir intensamente y no engordar la lista de los camastrones.
Mi hijo duerme lo justo y necesario. Los castigos solo funcionan si se le amenaza con levantarse un domingo más allá de las nueve. Da igual a la hora que se le acueste, porque se sigue levantando más pronto que los panaderos.
Que Dimas empezase a ser autosuficiente nos dio la ansiada tregua, ya que empezaba a levantarse e iba al salón mientras su madre y yo apurábamos los últimos minutos de sueño, algo así como una prórroga, lo suficiente para ser un poquito más felices y abandonar el ibuprofeno.
Telmo nació el día de San Juan, y desde el primer día todo apuntaba hacia el lado contrario, el de las marmotas.
Horas de sueño sin molestar, noches del tirón, lo que viene siendo comer y dormir, vamos el bebé perfecto, ese del que todos hemos oído hablar, pero que sabemos que en realidad no existe. Los que toman el biberón a las once de la noche y se despiertan a las ocho de la mañana, sin molestar, sin apenas llorar y siempre con la sonrisa.
Pero ya se sabe que la alegría dura poco en la casa del pobre y en estos siete meses la cosa ha ido cambiando. Existe una falsa corriente, muy extendida, que vincula a los que dormimos mucho con ideas como las de perder el tiempo o la holgazanería.
La empresa farmacéutica Otsuka quiere que sus empleados duerman al menos siete horas y media, y para conseguirlo, ofrece días libres a quienes mejoran su sueño. El sistema es bastante sencillo, una pulsera que analiza las horas de sueño y en función del resultado se ofrecen más o menos días libres, porque el descanso es clave para la productividad. Ahora entiendo yo que los plenos en las Cortes sean siempre como muy pronto a las cuatro de la tarde.
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