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Hace ya más de dos meses: un día cogiste un bolígrafo, abriste tu agenda y comenzaste a tachar todo lo que tenías previsto. Al principio, al ver cómo la vida futura iba desapareciendo bajo los rayajos rojos, te dio miedo; después, comenzaste a sentir una ... extraña sensación de libertad. «Tengo todo el tiempo del mundo», pensaste ante un calendario vacío. Y te echaste un vermú al coleto para celebrar tu nueva vida desocupada, hueca, reducida a los actos mínimos que describe Iñaki Uriarte en sus «Diarios»: «Otro acto mínimo que casi no es un acto, de los que a mí me gustan: tomar el sol, o también: ¿Qué has hecho hoy? Fumar».
Pero, de repente, llegaron los directos de Instagram, las reuniones virtuales, los vídeos, las cuarencenas, las recomendaciones de libros, los hilos de películas. Y cómo no verlo todo, y cómo no leerlo todo, y cómo no participar en todo cuando se supone que te sobra el tiempo. Y te entró la ansiedad, la misma que te entra frente a un desayuno de buffet libre en el que hay tortitas, y huevos revueltos, y bizcocho de chocolate, y quesos variados, y hasta kiwi para el tránsito intestinal: cómo no comértelo todo. Entonces cogiste un bolígrafo azul y volviste a apuntar cosas en la agenda, a compartimentar el futuro inmediato para poder dominarlo y no acabar pulverizado bajo su peso. Y te echaste otro vermú.
Ahora, vuelves al turrón. Sacas la patita por debajo de la puerta y sales a la calle para intentar recuperar la vida de cuerpo presente, que dice Rosa Benito. Pero la otra vida, la virtual, sigue. Ya tienes dos. La agenda, llena de nuevo. Y eso que aún no has conseguido apuntar la cita más importante de todas: la de la peluquería. Vives dos vidas y, en las dos, llevas greñas.
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