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Desde que comenzaron a manifestarse los efectos de la pandemia, la vuelta a una vida más lenta y más simple -vuelta, como si alguna vez hubiera estado ahí- es un mantra constante que han reivindicado desde los 'coachs' motivacionales más chuscos hasta algunos de los ... intelectuales de mayor altura del planeta. El último ha sido Chomsky, desde su autoconfinamiento voluntario en Arizona, quien hace unos días defendió, en una entrevista, la tesis de que un viraje rápido en nuestro modo de vida será imprescindible para paliar los efectos de todas las pandemias, guerras nucleares o desastres ecológicos que se nos vienen encima.
Todos nos preguntamos cómo serán las cosas después de la cuarentena. Queremos saber si la economía arrasada nos permitirá tener el mismo nivel de vida, si la 'nueva normalidad' de la que tanto habla Sánchez estará plagada de restricciones o si, para cuando podamos retomar el cuento donde lo habíamos dejado, habremos descubierto algo, en un viaje interior místico derivado del aislamiento, que cambie nuestra forma de pensar. Resulta contradictorio, sin embargo, que casi todos estemos haciendo balance de este parón en términos cuantitativos, siguiendo una lógica capitalista vinculada a la productividad: nos preguntamos cuántos armarios vaciaremos, cuántas fotos de bizcochos publicaremos en Instagram, cuántos libros leeremos, a cuántas clases de yoga virtual acudiremos o cuántos kilos engordaremos. En este contexto, acogerme al derecho a la pereza que reivindicaba Lafargue es una obligación; y con mi vermut de balcón en la mano recuerdo la frase de Lessing que encabezaba el manifiesto: «Seamos perezosos en todo, excepto en amar y en beber, excepto en ser perezosos».
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