No sé si hay un ejercicio más difícil que el de aprender a soltar a los que se han ido, dejar marchar lo que es pasado y no tendremos más. Asumir, aceptar, saber perder. Cómo se hace para aceptar lo que no tiene arreglo, para ... seguir viviendo sin los que ya no están, sin eso que nunca volverá. Cómo se continúa sin morirse de pena.
Como cuando termina un amor y nos deja devastados, como cuando no somos capaces de olvidar (las penas, nuestros muertos, las despedidas forzosas a los que dejaron de querernos), como esas heridas que no cicatrizan por más que las untes con aceite de rosa mosqueta. «Habituarse a una hermosa risa humana, a un cuerpo vivo, cuesta muy poco. Dejar partir, dominar el arte de perder, cuesta la vida», escribió Leila Guerriero.
Ocurre un poco así cuando termina una etapa, cuando necesitamos pasar página y cambiar de rumbo pero desfallecemos, no queremos rendirnos pero no sabemos hacia dónde tirar. Cuando empieza un nuevo año y todo son buenas intenciones y decimos eso de que hoy es siempre todavía, que todo puede volver a empezar sólo con proponérnoslo, pero sabemos de sobra que no será fácil, que una parte de nosotros siempre se queda atrapada en lo que fuimos.
Termina otro año y una piensa que los últimos tres han parecido un siglo. Nos ha pasado de todo menos lo del meteorito, y aún no se descarta. Estamos tan exhaustos que sólo pensamos en pasar página a esta racha espantosa de acontecimientos imposibles. Muestren ya la cámara oculta, valió la broma, que vamos de susto en susto, déjennos vivir. Que sólo es eso, vivir.
Cuando terminaba 2019, estuve poco aguda al vaticinar que el 2020 iba a ser un año redondo, que el 20-20 sólo podía traer cosas buenísimas, que adiósmuybuenas a una racha espantosa. Me lucí, claro. El ansiado 'año redondo' fue un horror, y tampoco fueron mucho mejores los dos siguientes. Demasiadas pérdidas, demasiados sustos, una pandemia, una guerra y quizá la despedida definitiva a un modo de vida que no volveremos a tener. Por el tortuoso camino, intuyo que no habrá muchas cabezas que no hayan quedado tocadas tras tanto golpe, y poco a poco iremos viendo las consecuencias. Seguimos sin querer hablar de salud mental, de la sangría de suicidios, de la lacra de la violencia contra las mujeres, pero los datos vendrán pronto a soltarnos la bofetada de la realidad que nos ha dejado la pandemia, las crisis, las soledades.
Para no desfallecer con las tristuras, el consuelo será pensar en lo bueno que vayan trayendo los nuevos tiempos, esta nueva normalidad de la que tampoco hay certeza de en qué momento puede volver a saltar por los aires y meternos otro mazazo entre pecho y espalda. Hemos aprendido a encajar un golpe tras otro, sí. ¿Qué hay de bueno, entonces, entre tantos pesares? Sin duda, las personas, los amarres a lo bueno de la vida, los con quién.
Porque en el camino vamos conociendo a gente que puede que nos acompañe un buen tramo, y qué suerte. Porque todos los años nos cruzamos con un buen puñadín de personas nuevas, de esas que uno piensa: qué bien haber vivido esto (aunque sea malo) pero haberte encontrado, qué lujo compartir tiempo con gente así.
En 2022 hemos aprendido términos médicos impronunciables, respirado profundamente con cada buena nueva en el hospital, aprendido a valorar detalles minúsculos que antes podían parecer insignificantes. De lo mejor del año, quienes aparecieron cuando más fallaban las ganas: en un hospital, en un cumpleaños improvisado, mientras trabajabas en un reportaje tremendo, el día en que pensabas rendido que ya no habría final feliz posible.
Tampoco hay que olvidar, cómo no adorarlos, a los que siempre están. Los que nos arropan, nos animan, nos aúpan cuando no quedaban fuerzas para seguir tirando del carro, pero nos enseñaron que sí, que vamos pudiendo con lo que nos echen. También cogemos brío gracias a lo que aprendimos de quienes un tiempo nos llevaron de la mano, nos acompañaron y nos hicieron ver de lo que podemos ser capaces. Ahora que ya no están aquí, sientes que se han quedado para siempre en todos y cada uno de los recuerdos que te vienen a la mente cuando más fuerzas necesitas.
Esta semana, alguien animaba a una curiosa reflexión en Twitter: ¿Crees que ya has vivido el día más feliz de tu vida, o que aún está por llegar? Dediqué 20 minutos a leer las respuestas que daban, de todos los colores. Una se pregunta todo eso una y mil veces, y al final sonríe.
Porque ya son historia épocas muy felices, pero seguramente vendrán más. Peores, mejores, distintas. Los vagones se van quedando vacíos (tantos bajando), pero irán subiendo nuevos viajeros que nos acompañan en el trayecto. Los que te ofrecen un chicle, los que ven películas en su portátil, los que sonríen mirando las notificaciones del móvil. Los plastas que pasan medio viaje llamando por teléfono y haciéndote partícipe de su vida, que relatan a gritos, el paisano que te ofrece una mandarina y te cuenta emocionado que lleva regalos a sus nietos y que a ver cómo le mira la nuera…
Nadie sabe cuánto tiempo nos queda en el tren, si es que no descarrilla antes de llegar a puerto. Ni en qué momento conocerá a alguien que le marque de por vida, o si se aguantará sin dar un codazo al turras que no calla al móvil. Y es también lo bueno del viaje: las sorpresas, las mandarinas, las personas.
Y al llegar a la última parada, al fin, enganchas tu mochila y esquivas otros bultos, otras prisas. Corre, que te están esperando los de siempre en una terraza con vistas a la Catedral para celebrar que ya estás en casa. Qué viaje.
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