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Han tenido que pasar bastantes años para que mi esposa se diera cuenta de que yo no la miraba embobado la primera vez que la vi, sino que estaba haciendo un control visual, no buscando virus, como ahora en los aeropuertos, claro, porque son muy ... pequeños, lo que de aquella buscaba era algún signo de que se había fijado en mí. Otro día contaré la historia de cómo confirmó en el lento, que era lo que todos esperábamos (el baile lento), que sí se había fijado en mí.
Ahora en los aeropuertos vamos a tener especialistas que van a hacer un control visual para detectar posibles portadores del virus. No sé cuál será el temario para opositar a esos puestos, pero imagino que les preguntarán si saben lo que es un lince; deberán de tener aprobados la mitad de los créditos del grado en «Veo, Veo, ¿qué ves?»; saber distinguir un enfermo de coronavirus de otro con cualquiera de las miles de enfermedades que hay o qué aspecto tiene un enfermo de coronavirus y diferencias con una persona fea sin más.
Ya me imagino a un viajero con un inoportuno retortijón por el aire acondicionado o agraciado con un lumbago por la comodidad y amplitud de la clase turista en la que viajamos todos -menos los sufridos representantes del pueblo- cuando al pasar por el control de salida tenga que exhibir una sonrisa Julia Roberts (dentuda sonrisa, que diría Dennis Lehane en una de sus novelas) para no parecer sospechoso, mientras una gota de sudor recorre su sien, siempre por el lado contrario a donde esté el controlador.
Veremos inconmensurables esfuerzos para pasar desapercibidos ante los científicos ojos de los expertos controladores visuales capaces de detectar patologías concretas con un vistazo, lo mismo que el genial maestro Joao era capaz de adivinar el futuro con una baraja, una vela y una llamada con tarificación especial. Un crack. Una vez coincidí cenando con el adivino Rappel. Como quiera que soy un despistado profesional le llamé Rápel, con el acento en la a, y le dije que era un crack. Al cabo de un rato algunos comensales conocidos me llamaron la atención por dos motivos. El primero porque era Rappel -aguda, y pronuncio sólo una p porque las 2 pes no sé cómo se pronuncian-, no Rápel -como el descenso en alpinismo- (esto denotaba lo mucho que estaba al corriente de estos personajes). Y el segundo porque siendo muy crítico con adivinos varios le dije que era un crack. Tuve que explicarme diciendo que era sincero ya que cualquiera que sea capaz de ganarse la vida de semejante guisa me parece un crack. Igual que cualquier controlador visual en un aeropuerto.
Bien es verdad que estos también contarán con un papel previo en el que el interesado, después de pagar un montón de mortadelos por el vuelo, el hotel y excursiones varias, declarará compungido y sincero que nota algo al respirar, una tos rara, rara, rara (habrá quien crea que esto es hábil lenguaje inclusivo derivado del original de Papuchi) y un qué sé yo que presagia virus interno, por lo que prefiere 14 días en una habitación que andar taconeando por ahí con caña y una de gambas en el chiringuito. Dónde va usted a comparar.
P. D. 1: Sigo preocupado por lo que conté en el último artículo sobre el racismo. Nueva moda: hay quien después de tirar todas las bolsas de Conguitos a la basura está pensando en tirar todos los zapatos negros, qué barbaridad, negros y arrastrándose por el suelo. ¿Cómo se puede interpretar eso? Yo no lo he hecho todavía porque antes de tirar las bolsas de Conguitos comí lo de dentro, pero con los zapatos no llego a comerme los pies.
P. D. 2: Estoy haciendo acopio de Conguitos porque, si los prohíben, en el mercado negro pueden valer una fortuna. De momento me he hecho un selfi con una bolsa. Por tener un recuerdo.
P. D. 3: No me acordaba. Como diría mi amigo Pedro, estoy en un sinvivir: ¿Qué hacemos con los conguitos blancos?
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