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Como en los trenes hay coches de varias clases, en los ayuntamientos también hay concejales de diferentes categorías. Nadie duda que la concejalía de régimen interior o la de urbanismo están reservadas a aquellos electos de mayor nivel o de una mayor cercanía al ... señor alcalde. Hay concejalías históricamente bien asentadas como la hacienda, aunque en los últimos años ha habido otras que han logrado escalar posiciones, probablemente más por imperativo estético que por verdadero convencimiento de los ediles. Es el caso del concejal de medio ambiente que, de empezar en el extrarradio del consistorio, ha alcanzado gran relevancia, muchas veces a costa de hibridarse con materias de más enjundia. Este ascenso social del medio ambiente ha quedado de manifiesto hace unos meses al asumir una vicepresidencia del gobierno, eso sí transmutada en algo tan moderno, fugaz y transitorio como la ecología. Cierto es que poco ha faltado para que tengamos sentados en La Moncloa todos los martes, además de a cuatro vicepresidentes, a dos ministros colgados del mismo ramo. Nadie dude que, puestos a desdoblar ministerios para repartir entre coaligados, lleguemos tener una Ministra de Agricultura Primera, para el regadío, y un Ministro de Agricultura Segundo, para el secano.
Volviendo a la Casa Consistorial, al lado de las concejalías menores de fiestas, de juventud, de deportes, de movilidad, se ha ido consolidado una concejalía de participación, reservada normalmente encargada de atender las quejas de las asociaciones de vecinos y de promover tormentas de ideas entre grupos dinámicamente motivados. Personalmente no llego a entender que haya un concejal encargado de la participación ciudadana, cuando es una actividad que debería alcanzar a todas las áreas, pues los ciudadanos tendríamos que participar tanto en el urbanismo, como en la cultura o en el comercio o el deporte que queremos en nuestros municipios. Sin embargo, por ahora, esta concejalía especializada en la participación suele reservarse a los ediles que todavía necesitan hacer méritos o a los que hay que tener ocupados para que no den guerra en las cosas que verdaderamente importan.
Todos los programas electorales dedican hermosas frases a la participación ciudadana, esa herramienta infalible que va a permitir que entre todos construyamos la ciudad o el pueblo al que aspiramos como comunidad. Sin embargo, la realidad es otra; en las ciudades se hace no lo que quieren esa milésima parte de ciudadanos que participan en las asociaciones de vecinos o las consultas populares, sino siempre se hace lo que quiere el alcalde y su núcleo duro de concejales. Ejemplos se pueden poner muchos, pero basta comprobar que en los grandes proyectos, aquellos importantes, jamás se consulta a la ciudadanía. Las consultas se dejan para las irrelevancias, para la cosmética.
En España, salvo alguna excepción, los políticos no quieren participación ciudadana en la toma de las decisiones públicas en el ámbito local. Tampoco los ciudadanos nos lo llegamos a creer, pues sabemos que nuestra opinión es irrelevante, no se tiene en cuenta porque ni siquiera se contabiliza, ni siquiera aparece en los expedientes administrativos. No nos tomamos en serio nuestro papel como ciudadanos participativos; lo que se demuestra al comprobar que es siempre una minoría la que participa en los procesos de consulta, a pesar de que las leyes los impongan para la aprobación de normas y proyectos concretos. Protestamos mucho pero no participamos, que es algo muy distinto. Algunos regidores suelen llamar participación al proceso en el que el alcalde o el concejal concernido llama por teléfono a los presidentes de algunas asociaciones afines y les invita a apoyar sus iniciativas, tras contarle las bondades de las mismas.
Y lo lamentable no es ya que esto suceda en las ciudades o núcleos de población grandes, sino que no se quiera fomentar la participación ciudadana en las poblaciones pequeñas, donde es más fácil escuchar directamente a los vecinos. Y más lamentable es que esto suceda en provincias como León, donde cada vez es más infrecuente la convocatoria de concejos en nuestros pueblos, la institución señera de participación en los asuntos locales, que llegó a la Constitución Española de la mano del maestro de tantos, D. Miguel Cordero del Campillo, que tuvo tiempo hasta para ser senador; tiempo que, por supuesto, no desaprovechó. Y así, gracias a una enmienda por él firmada, el concejo abierto brilla en el artículo 140 de la Magna Carta, eso sí con una luz cada vez más mortecina, por el empeño de los partidos políticos de ocupar todos los espacios reservados a la participación de los ciudadanos y de la cada vez más irreconocible sociedad civil. Los partidos políticos últimamente solo llaman a la participación para que los ciudadanos secunden sus propuestas masivamente, por plebiscito o referéndum, echándoles encima la responsabilidad de decidir sobre dilemas complejos planteados con el formato y urgencia del concurso pasapalabra. Sin embargo, es en el ámbito local, en concreto, en medio rural, donde resulta no ya posible sino imprescindible, conocer la opinión de los vecinos sobre los temas de su interés directo e involucrarlos en la toma de las decisiones y en la gestión pública. Sin embargo, los partidos políticos se niegan a sustituir sus concejales por concejos, a pesar del tamaño menguante de los ayuntamientos.
Pero lo triste es que no hay partido alguno que ser plantee que ayuntamientos o juntas vecinales sean sustituidos por los concejos abiertos, sino que ni siquiera se consulte a los vecinos en concejo para tratar los temas de interés para la entidad local, algo que antes fue obligatorio. Sabemos que existiendo la Junta Vecinal y el Alcalde pedáneo, el concejo es meramente consultivo, no decisorio, pero es que aun así se convocan con regularidad los concejos, de hecho, ya ni se convocan muchas Juntas Vecinales en sesión pública, como es imperativo.
Y si defiendo que se reúnan los concejos no es porque hace siglos ya se hacía; el argumento no es el respeto a la tradición, sino porque creo que es una herramienta esencial para mejorar la calidad democrática y la gestión de los asuntos públicos de nuestros entes locales. Si no hubiésemos inventado los concejos hace diez siglos, habría que hacerlo ahora. De hecho, lo están haciendo en otros países. Nuestra administración local debe reinventarse y adaptarse a la nueva realidad demográfica, económica y tecnológica. El modelo actual no funciona y cuanto más tardemos en reformarlo a fondo, más posibilidades habrá de que colapse. Hace unos días leíamos que solo el 55% de las plazas de secretario de ayuntamiento están cubiertas en Castilla y León, es decir, el funcionamiento de nuestros ayuntamientos tiene una precariedad sistémica y no basta con llenarlos de funcionarios, ya que las Administraciones públicas también tienen que ser sostenibles. El hecho de que un tercio del total de los Ayuntamientos de la comunidad tenga menos de cien habitantes es un claro síntoma de que los partidos políticos no quieren adoptar las decisiones que exige la realidad y están condenando a la obsolescencia a los municipios rurales por mantener a sus concejales y alcaldes pedáneos, en vez de dar el poder a los vecinos y a los concejos.
Hacen falta importantes reformas estructurales para salir de esta crisis, pero nunca van a venir de la mano de los que se tienen que sacrificar. La historia de León nos muestra que durante siglos funcionó con éxito un modelo de gobierno de nuestros pueblos apoyado en la democracia directa (obviamente con limitaciones propias de las distintas épocas). Y en esos gobiernos locales, en aquellos concejos, no eran necesarios los partidos políticos. Hoy en día, los partidos políticos se disputan hasta las pedanías de pueblos de 25 habitantes o municipios de 200. ¿Por qué no dejan respirar a la democracia y que sean los ciudadanos los que traten los asuntos de forma ordinaria en los concejos? En otras partes de España los partidos políticos están vetados en las entidades locales menores y los ciudadanos se representan a sí mismos, y los concejos tienen una vitalidad envidiable. En León, no hacemos más que mirar con nostalgia nuestra historia, pero nos resistimos a extraer de ella lecciones para el futuro. Nos empeñamos en querer cambiar lo que depende de otros, pero nos negamos a reformar lo que sí está a nuestro alcance. Quizás convenga empezar por abajo y fortalecer nuestra maltrecha Administración local. Quizás sea necesario un debate sobre la necesidad de tener más concejos y menos concejales, sin que estos pongan el grito en el cielo, aduciendo que es un ataque al municipalismo y a la democracia, pues nuestra historia y nuestra Constitución ha dejado hueco para los concejos abiertos.
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