Hacía unas semanas ya había estado en una situación violenta con el vigilante de seguridad del supermercado. Vino hacia mí ya cerca de las 10 de la noche con cara de pocos amigos porque debía ser el último que estaba en el supermercado. Pero ... puedo asegurar que no me di ni cuenta. mpecé a leer aquel tetrabrik, la fecha de caducidad, las calorías, todos los componentes; además, lógicamente del color del «semáforo» que me indicaba si era una bebida saludable o no.
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Lo peor vino cuando empecé a leer los códigos de todos los aditivos, y con una mano sujetaba el tetrabrik y con la otra el móvil, tecleando para consultar en Internet qué era cada uno de ellos y sus posibles consecuencias; con las gafas de cerca cayéndose por la nariz, el resto de la compra en el carrito, y todavía algunas cosas pendientes por comprar. Expliqué al vigilante que no se preocupara que no pensaba coger nada «rojo» sin pagar, simplemente me había despistado leyendo tanta cantidad de información.
Desde que habían puesto el Nutriscore, la etiqueta con el semáforo de colores que nos decía lo que era saludable o no, mi vida había dado un vuelco. Verde: bueno. Rojo: malo. Ámbar: cuidadín listillo. ¡Maldito algoritmo!
Al principio me comí como protesta media docena de donuts. Al único periodista (un becario en prácticas que pasaba por allí) le dije que apuntara bien claro que el algoritmo no había tenido en cuenta el agujero del donut.
Las pastelerías las habían pintado todas de color rojo chillón. Las heladerías las habían declarado ilegales hacía ya años, y era muy difícil conseguir un helado en el mercado negro. En lugar de plantaciones de maría había heladerías clandestinas. Aunque las vigilaban por el mismo método: el consumo de electricidad. Los dueños de los bares recordaban aquella época que estuvieron cerrados por el coronavirus. Ahora todos teníamos un vale digital para un vermú al año como máximo. Decían que en algún museo exponían una hamburguesa plastificada. La gente sólo se paraba a hablar debajo de la cruz verde de las farmacias, para evitar tentaciones.
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Volvió a resurgir con fuerza el uso de la mascarilla en el super con la disculpa de evitar contagios, aunque todos sabíamos que era para evitar que nos reconocieran si comprábamos productos con el semáforo rojo.
Ahora volvía a estar en el super hecho un manojo de nervios.
-¿Pero que lleva usted? -me espetó la cajera.
-Hombre yo...
-Pero si de los 15 productos 13 llevan etiqueta roja y uno naranja. Voy a tener que activar la alarma pública.
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Se trataba de una sirena a gran volumen y una luz giratoria -roja, como no- que señalaba al comprador que llevaba muchos productos con etiqueta roja para escarnio publico
-Además, ha saltado de la «Big data section» que usted ya llevó hace 11 meses dos bolsas de patatas fritas y una caja de preservativos de 2.
-Hombre...uno hace lo que puede...
-Nada, nada. Es absolutamente improcedente que repita patatas fritas.
-Ah, se refería a eso.
-Sí, pero ya que lo dice le aconsejamos que lleve la caja de preservativos de 6 o de 12. La de 2 lleva etiqueta roja.
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-Hombre, dicho así... Pero la caja de preservativos, ¿por qué lleva una etiqueta roja? No creo yo que tenga muchas calorías o ácidos grasos saturados.
-No sea ignorante. Es porque la caja es solo de dos, y es un desperdicio ecológico de cartón y plástico. Por eso, tendría que llevar la caja de seis o de 12. Y no nos diga lo de la otra vez -que aquí se graba todo- que no lleva más para que no caduquen. Déselos a su mujer que ya buscará ella quien los aproveche.
-Pero…
-Calle, calle. Y esfuércese un poco, ¡caramba!, en beneficio del medio ambiente y de su pareja. Y qué me dice del jamón, con esa cantidad de tocino. ¡Pero no ve que lleva una etiqueta roja del tamaño de su tripa!
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Aquello se estaba complicando cada vez más. Entre las gafas, la mascarilla y el sudor no podía respirar. Me iba a dar un ataque de ansiedad, o de los otros.
-Bueno, esto es para mondarse. ¿A dónde se cree que va con tres latas de anchoas? Sodio como para salar Groenlandia.
Aquella torturadora sicológica se volvió hacia su compañero de la caja de al lado para vocearle:
-¡Andrés! ¡Este tío quiere llevar 2 kilos de bacalao salado!
-Ten cuidado. Igual es peligroso y no ha tomado el tratamiento.
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Ya no podía más.
-Vale. Vale. Quite todo lo que lleva etiqueta roja -claudiqué, avergonzado.
-¡Menos mal. Ya iba a llamar a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad de la Salud –me dijo la brujicajera con un tono displicente-. Total, son 4 euros por la botella de agua mineral.
Pagué. Marché cabizbajo y abatido. Hice un cálculo mental de cuánto dinero tenía hasta final de mes. Había oído rumores de que debajo del puente, pasada la media noche, podías conseguir un kilo de azúcar por 2.000 euros y una tableta de chocolate con almendras por menos de 3.000. Encontré algo de consuelo en aquel esbozo de sonrisa melancólica que me surgió debajo de las lágrimas del recuerdo de aquella tienda de ultramarinos de mi barrio.
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