Tengo amigos que hasta hace dos días iban con Rusia y pensaban que aquí se enfrentaban de nuevo el paraíso del proletariado y el imperialismo yanqui, como si Brezhnev hubiera resucitado y todos fuéramos jóvenes. Tras leer ayer en este mismo huequito a Rosa Palo, ... me puse a tararear obsesivamente la mítica canción de Polansky y el Ardor: «Qué harías tú/ en un ataque preventivo de la URSS». A Brezhnev no le echo de menos porque yo era un niño asustadizo y me intimidaban mucho esas cejas suyas, profundas y tenebrosas como gulags pilosos, pero reivindico con fervor aquellos grupos musicales de nombres descabellados que sacaban una canción y luego se disolvían, probablemente porque se les había ocurrido otro nombre más molón. A mí dame a los Sigue Sigue Sputnik y déjame en paz de tantos grupos indies que cantan desmayadamente, sin ganas, a lo catequista.

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Pero hablábamos de Rusia. Antes de subir al trastero a recuperar la vieja camiseta roja con las letras CCCP, hay que reconocer que las cosas han cambiado y eso se ve en la escenografía. Putin me tiene estupefacto con su semiótica de las mesas y más aún con esa decoración como de salón de bodas pretencioso que luce el Kremlin, con sus cortinones, sus mármoles y sus remates dorados. Aún mantengo la esperanza de que algún día arrinconen los butacones, suene a todo trapo Paquito el Chocolatero y aparezcan Putin y Labrov engarzados, sacudiendo la pelvis a la voz de 'hey' y preguntándole a gritos al barman si hay barra libre. En lugar de eso han invadido Ucrania. Qué pena de chaval, este Vladímir. No solo es un hortera, sino que tiene muy mal beber. Ya lo decía el profeta Polansky: «No, no, no, no/ no tengo novia/ y no me mola el Pacto de Varsovia».

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