Las protagonistas, a las que el pueblo llamó «Cantanderas», procedían de cuatro parroquias: San Marcelo, San Martín, Santa Ana y Nuestra Señora del Mercado, que eran las encargadas de costear los vestidos y aderezos
Carlos Javier Taranilla
Miércoles, 6 de octubre 2021, 10:44
Por fin, este año hemos podido volver a rememorar en la ciudad – aunque con un recorrido algo menor que en otras ocasiones debido a la «frasca», como le llama alguna de mi pueblo– el bonito episodio de «Las Cantaderas».
Atendiendo a diversas peticiones de oyentes que nos escucharon la madrugada del pasado domingo en el programa La Rosa de los Vientos de Onda Cero –emitido en directo desde el antiguo Ayuntamiento de San Marcelo–, vamos a destacar alguno de sus aspectos, que ya apuntamos en primicia en nuestro libro «Enigmas y misterios de León» (Almuzara, 2018).
En concreto, nos referimos a una variante asturiana recogida en 1612 por Lope de Vega en su comedia «Las famosas asturianas», escrita en fabla o lenguaje antiguo. En la obra lopesca, una de las doncellas escogidas para formar parte de la comitiva, la bella Sancha, hija de don García, se arma de valor en el momento de la entrega y, sin ningún recato, se descubre las carnes y avanza hacia los musulmanes que aguardan a las jóvenes. Al llegar junto a ellos, cubre sus desnudeces porque a grandes voces dice que acaba de llegar a tierra de hombres y el pudor la obliga a taparse, mientras que cuando salió de entre los suyos lo hacía de tierra de mujeres (hombres sin valor, que se dejan robar a sus hijas), donde ellas no sienten vergüenza de sus propios cuerpos.
Picado en su amor propio, el joven Nuño Osorio, enamorado de Sancha, salta espada en mano a rescatarla y hace cundir el ejemplo entre las mujeres, que se rebelan. El rey –en esta versión, Alfonso II–, humillado, rompe el tributo.
En la versión leonesa, es el rey Ramiro I (842-50) quien pone fin al ignominioso tributo de las «Cien Doncellas» tras la victoria sobre los musulmanes del emir Abderramán II en la legendaria batalla de Clavijo (844), que tuvo lugar en el monte Lanturce, cerca de Logroño, con el concurso del apóstol Santiago Matamoros, que sobre su blanco corcel acudió en auxilio de las tropas cristianas cuando entraron en combate al grito: «¡Que Dios nos ayude y Santiago»!
A partir de entonces, el apóstol se convirtió en patrón de España. Y, posteriormente, desde la batalla de las Navas de Tolosa (1212), se hizo costumbre invocar su nombre al inicio del ataque: «¡Santiago y cierra España!», grito de guerra en el que cerrar se debe entender en el sentido de cuadrar la formación para acometer al enemigo, como aclaraba Martín de Riquer en su edición del Quijote. No es que, como ingenuamente preguntaba Sancho Panza a su señor, « ¿está, por ventura, España abierta y es menester cerrarla?» (Quijote II, cap. LVIII). Y tampoco nada de cerrar España a la libertad y al progreso, como insinuaba Valle-Inclán en «Luces de bohemia».
Aunque el origen de la leyenda, pues, no está claro, ya dice el P. Atanasio Lobera: «Parece que el celebrarse más en esta ciudad que en otra (así del estado eclesiástico como del seglar) es señal certísima de que ella y los suyos le aventajaron y echaron el resto de su valor pues les fue dada la palma de la victoria, queriendo que la gloria y el divino triunfo de ella representasen cada año las doncellas de la ciudad el día de la Asunción gloriosa de la Reina de los Ángeles». Y es que, en otro tiempo, la acción de gracias tenía lugar a mediados de agosto coincidiendo con la festividad de la Virgen y con los actos lúdicos de esa fecha, como la corrida de toros en la víspera, de la que se reservaba un cuarto de uno de los ejemplares lidiados para ofrendárselo, junto con los frutos de la tierra, a la que entonces era la patrona de la ciudad. Pero, tras diversos cambios de fechas, y desaparecidas las fiestas de la Asunción, desde 1981 tiene lugar todos los años el domingo anterior al Día de San Froilán, patrono de la diócesis, que se conmemora, como ya sabemos, el 5 de octubre.
Las protagonistas, a las que el pueblo llamó «Cantanderas», procedían de cuatro parroquias: San Marcelo, San Martín, Santa Ana y Nuestra Señora del Mercado, que eran las encargadas de costear los vestidos y aderezos.
Continúa diciendo la leyenda que antes de la partida de las muchachas para Al Ándalus, una mujer musulmana de los harenes de Córdoba, a la que llamaban la «sotadera», venía a tierras cristianas para adiestrar a las jóvenes en las costumbres de la que iba a ser su nueva tierra. Al respecto, dice el padre Lobera estar «…corrompido el nombre, y que se ha de llamar esta mujer 'hotadera' y no 'sotadera'. Porque 'hotar', o 'ahotar' y 'ahotas', son vocablos castellanos viejos y significan dar ánimo, como lo debían hacer las tallas [sic] consolando a las doncellas con decirles que iban a una tierra muy linda, muy fértil, adonde serían tratadas con mucho regalo, serían señoras y no esclavas, servidas, estimadas, reverenciadas y tenidas en mucho de todos».
Etimológicamente, el término procede del verbo latino 'saltare', que tiene el significado de saltar, brincar, danzar, en referencia a que aquella mujer era la encargada de dirigir los pasos del baile. En castellano antiguo, la voz latina derivó en 'sotar', que fue utilizada entre otros por el Arcipreste de Hita. Para algunos filólogos de ahí derivaría jota, si bien existe un término en el dialecto arábigo hablado por los moriscos hispanos ('xhata') que puede relacionarse con esta expresión.
En cuanto a lo incierto del origen histórico de esta leyenda, puede que en su trasfondo se halle la existencia de distintas épocas de relaciones cordiales entre musulmanes y cristianos, y estos accedieran de buen grado a la petición de los primeros –escasos de población femenina– solicitando esposas. Quizá, para muchas cristianas irse a vivir con los ricos árabes, que practicaban un próspero comercio con Oriente, fuera mejor porvenir que vivir pobremente en su tierra, esposas de humildes labriegos o artesanos. De ahí, las palabras de ánimo y consuelo que dirigía la «sotadera» a las jóvenes en el momento de su partida, según apuntaba, como hemos visto antes, el padre Atanasio Lobera. De lo contrario, es imposible admitir que un pueblo entregara sus hijas al enemigo así, sin lucha
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