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La mayor ventaja de un columnista de opinión es poder elegir la materia sobre la que se escribe cada par de semanas y hacerlo conforme al criterio que más le pese o le importe, que puede ser desde su relevancia, su rabiosa actualidad, el cariño ... a instituciones o personas y hasta la preocupación que la materia suscita …. Pues bien, aplicándomelo, esta semana voy a hablarles de una cuestión que concita, en sí misma, todos los motivos por los que yo elijo un tema que tratar: la ejemplaridad.
Porque coincidirán conmigo en que la ejemplaridad, de momento sin adjetivar- ya tendremos tiempo- es tremendamente relevante, está de rabiosa actualidad y, últimamente, es objeto de mis preocupaciones (y seguro que de las de muchos de ustedes); precisamente, y por desgracia, por lo poco que abunda en los comportamientos públicos y privados en una época ésta, la del maldito coronavirus, en la que todo es poco si se trata de mejorar las mimbres de este precario bienestar sanitario, económico y social que está afectando a nuestra convivencia.
Ahora más que nunca, la ejemplaridad, adornada de coherencia, de rectitud, de humildad y de decencia, ha de enmarcar nuestros comportamientos que no deberían de diferir en la esfera pública y en la privada. Se trata de verdades absolutas, de ideales hacia los que la sociedad, por su bien, está obligada a tender y sobre todo, debe practicar, ya que resultan convenientes para todos. Vivir en sociedad es lo que tiene.
En la esfera privada, los que ya tenemos unos años, sabemos de la importancia de la ejemplaridad propia y ajena: la propia, porque nos permite cultivar las virtudes que deben adornar a las buenas personas y que nos ayudan a ser más justos, más solidarios, más generosos, más valientes…. La ajena, porque nos ofrece referentes, caminos a seguir; nos enseña a separar lo prescindible de lo imprescindible, a saber qué es lo esencial, y por qué debemos luchar. Nos transmite coherencia y sinceridad, seguridad, al fin, en que hacemos lo correcto; todos ellos, valores e ideales que compartimos con nuestros padres e hijos, con nuestros amigos, con nuestros maestros, con nuestros compañeros…en fin, con todas las personas con las que nos relacionamos a diario en alguna forma. Si los practicamos, nos hacen mejores personas y nos dan capacidad para influir positivamente en el prójimo. Es la ética de la gente corriente.
Por eso, cuando la ejemplaridad falla y la realidad nos enfrenta a comportamientos poco edificantes, poco ejemplares, surge en nosotros la decepción y advertimos la incoherencia y la falta de esa solidaridad, cada vez más necesaria, que nos ayuda a seguir adelante en la adversidad.
En una época como la actual son constantes las llamadas a la responsabilidad personal de todos y cada uno, que no son otra cosa que una invitación machacona a que nos convirtamos en personas ejemplares. Y esa ejemplaridad debemos exigirla de los demás, y también de nosotros mismos, involucrando todas las facetas de nuestra vida.
Y si en la esfera privada la ejemplaridad es conveniente, porque nos permite vivir mejor, en la pública, y muy particularmente en el plano institucional y político, se convierte en una exigencia a la que la sociedad no puede renunciar. Por tal motivo debemos demandarla de los representantes políticos y sociales, de las empresas, de los medios de comunicación… de cualquiera que tenga liderazgo por la enorme responsabilidad que asumen en la mejora de la convivencia social.
No es fácil creer que quien carece de ejemplaridad en su vida personal vaya a ser un dechado de virtudes en su vida pública y si por una casualidad lo es (mejor, lo parece) siempre habrá un tufillo de impostura y de cinismo que casa muy mal con la credibilidad, la rectitud y la confianza que deben proyectar nuestros líderes.
La ejemplaridad exigible en la vida pública, siguiendo las palabras del filósofo Javier Gomá en su recomendable «Tetralogía de la ejemplaridad», debe concebirse como una suerte de decencia y también de dignidad; y no solo para el gobernante, sino también para el gobernado que para eso le elige y deposita en él su confianza, convirtiéndole con ello en un modelo para muchos. Si siguen sus pasos, y son unos buenos pasos, a fuerza del necesario efecto multiplicador se convertirán en el camino de otros, en una cadena interminable cuyo éxito dependerá de la dureza de sus eslabones que, desde luego no deberían resquebrajarse a la mínima de cambio. De ahí, la importancia de escoger nuestros líderes entre los mejores, y si no de convencerles de que, precisamente por haber sido elegidos, han de convertirse en tales.
La confianza de los ciudadanos debe verse compensada por la credibilidad y la vocación de servicio exigible a cualquier gobernante decente, a lo que yo añadiría una pizca de empatía que remata la fórmula mágica de cualquier liderazgo bien construido y capaz de arrastrar (en el mejor sentido) al resto, impregnado, como ya señaló Ortega y Gasset, de «entrega inmediata, directa y espontánea» a los demás (en «No ser hombre ejemplar»).
Si alguno de esos ingredientes fallan, falla la ejemplaridad y con ello la cualidad más importante que debe adornar a quien fija nuestros designios en aras al bien común.
Sin ejemplaridad falta la guía, falta la coherencia, falta el elemento inspirador que nos conecta con los demás, además de la responsabilidad exigible a quienes, por haber sido elegidos, tienen el deber moral de mejorar nuestra convivencia social. El líder, desde su ejemplaridad, ilumina, convence y gobierna y su liderazgo es la influencia in que incentiva al resto y le aboca a trabajar de forma apasionada y entusiasta por un objetivo común seguramente sin proponérselo siquiera.
Ahora bien, y aunque la ejemplaridad es necesaria, con ella sola no basta y a quien quiera liderarnos hay que pedirle también coherencia, civismo, esfuerzo, credibilidad y autenticidad…. que sea capaz de inspirarnos y contagiarnos, de convencernos y entusiasmarnos por la causa que defiende que, lejos de ser la suya, se convierte en la de todos, en el destino colectivo.
Como decía mi padre, de quien recibí muchísima ejemplaridad, «todo lo que se puede hacer se debe poder explicar, y lo que no seas capaz de explicar al resto, no debes hacerlo».
Es en este punto donde la ejemplaridad nos lo pondrá todo más fácil y desarrollará su poder cohesionador que favorece la libertad y la democracia y también donde descubriremos a los verdaderos líderes, en definitiva, a la buena gente.
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