Pocos días antes del Orgullo, pienso en tres hombres. El primero es el artista chileno Pedro Lemebel, quien con Pinochet todavía en el poder leyó ante sus compañeros de clandestinidad un manifiesto que puso en tela de juicio al hombre revolucionario: «Pero no me hable ... del proletariado / porque ser pobre y maricón es peor. (…) / Mi hombría fue morderme las burlas, / comer rabia para no matar a todo el mundo. / Mi hombría es aceptarme diferente.» El segundo es el cupletista republicano Miguel de Molina, que ante los gritos de 'mariquita' de unos falangistas, detuvo el espectáculo y les respondió: «Mariquita no, maricón, que suena a bóveda.» El tercero es el escritor y guionista Roberto Enríquez, que el pasado viernes estrenó 'Maricón perdido', una serie autobiográfica que, por su profunda significación queer y por su reivindicación política de la propia identidad es, como poco, una preciosa bóveda de crucería.

Publicidad

En 'Maricón perdido' caben un universo literario, las tinieblas de una infancia y hasta una conciencia de clase que no se agota en lo económico, y estos pilares ocupan tanto que la lástima no cabe. Bob nos habla de cuerpos: de cuerpos corrompidos por el tiempo y la enfermedad y de cuerpos corrompidos por otros cuerpos —el colega, el padre, el violador—; de cuerpos tormentosos que asustan y refrescan y de cuerpos que son un oasis de insólita felicidad; de lo bellos que son los libros y los cuerpos gordos y de lo bien que le sienta al cuerpo, de vez en cuando, una venganza. Después de ver su serie, decir que Bob Pop es uno de los creadores más brillantes de este país es como llamarlo, ahora con orgullo, maricón —que suena a bóveda—: es obvio, pero no por eso hay que callárselo.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Disfruta de acceso ilimitado y ventajas exclusivas

Publicidad