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Este bastón es mío

En España estamos viendo con demasiada frecuencia cómo algunos veteranos políticos ejercen sus cargos con absoluta arrogancia y desmesura

Miércoles, 20 de mayo 2020

La semana pasada un conocido político, que ya luce canas, pudo volver a empuñar el bastón de alcalde de la cuarta ciudad de Cataluña, después de haber estado cinco años en la oposición. Al tomar posesión del cargo le saltaron las lágrimas y tras coger la vara, la besó con sentimiento. No es al único que la emoción de tener el bastón de mando le ha impedido contener las lágrimas; pero no se tome la mención a lo sucedido en ese ayuntamiento como una crítica a que los políticos puedan mostrar sus sentimientos en público, todo lo contrario; ya nos advirtió un poeta zamorano de quien era el menos indicado para enterrar a los muertos. Si menciono esta noticia es porque intuyo que esas lágrimas pueden ser una manifestación de la necesidad, de la pulsión, que algunos tienen por alcanzar esos cargos que tanto anhelan. Por supuesto que es muy conveniente poner pasión en la actividad que uno desarrolla durante años para poder seguir en ella, pero también puede ser muy nocivo para la propia magistratura que se quiere desempeñar que esa ansia de poder, una vez alcanzado, no permita controlar su ejercicio con la templanza debida.

Creo que en España estamos viendo con demasiada frecuencia cómo algunos veteranos políticos ejercen sus cargos con absoluta arrogancia y desmesura. Todo indica que el sobreesfuerzo que han hecho para llegar al cargo les obliga a mostrarse inmisericordes con los que consideran sus adversarios, pues enemigos son, ya que por muy poco les impiden alcanzar su ansiado tesoro. Y esto se agrava cuando se llevan muchos años en la oposición después de haber gozado las mieles del mando; entonces la reacción que se despliega con la oposición suele ser despiadada, aunque diferente según el destinatario. Si se dirige al concejal o diputado que acaba de salir del gobierno, el argumento es siempre que el destronado lo hizo no mal sino fatal. Por otro lado, si el pobre concejal o diputado es un novato, la respuesta más habitual del nuevo gobernante es: «tú no sabes de qué va esto», o en un derroche de estilo le espeta: «usted está de paso por esta historia»; como textualmente un diputado con seis legislaturas a la espalda sentenció hace unas semanas a un abogado del estado con muchos trienios, pero solo unos meses en su escaño.

El político que, tras años en la oposición, pasa al gobierno sufre con excesiva frecuencia un irresistible revanchismo; parece que le cuesta superar las humillaciones sufridas con tanta votación perdida. Por eso ahora, desde la altura ganada con unos centenares o miles de votos más que los rivales, les recuerda en todos los plenos que el pueblo le ha colocado a él como líder, condenando a los que antes gobernaron y a los que ni siquiera lo hicieron al desprecio reservado a los «losers». Por ello, el nuevo líder debe mantener el frentismo como una forma de autoafirmación, hay que buscar separación, que los votantes puedan reconocer las diferencias; pues ahora se va a dar cuenta la ciudadanía de quien es el verdadero buen gestor. Ahora que está al mando, el nuevo gobernante no va a ser tan tonto como para llegar a acuerdos que impidan conocer la autoría de sus grandes logros para la ciudad o el país. Si el anterior gobierno hizo una obra carísima con la que no estaba de acuerdo, el nuevo alcalde o ministro no va a ser menos, y volverá a hacer la misma obra igual de cara, pero ahora perfecta. Y claro, no debe consensuar el proyecto con la oposición, ni debatir con las organizaciones de comerciantes o las asociaciones de vecinos o los ecologistas, no sea que alguien ponga en duda quien es el verdadero hacedor de la ciudad o país. Y en este punto se mezcla el cesarismo con el tacticismo de quien es conocedor de cómo funciona la política municipal o nacional y sabe que las decisiones arriesgadas deben tomarse en los seis primeros meses de legislatura, para poder ejecutarlas y sacarles rédito en el mandato y, por supuesto, en las próximas elecciones, en las que espera arrasar. Lo de menos es que la situación económica y la crisis social del municipio, de la región o del país exijan abandonar proyectos personales, acariciados durante años. Que la realidad no arruine el titular de la inauguración de la obra perdurable. El verdadero líder sabe lo que es mejor para su pueblo y no tiene duda alguna de que al final todos le darán la razón en su proyecto de ciudad, y por qué no, en su proyecto de región, o de país. Los políticos de raza y experimentados saben que en tiempos de crisis no procede buscar consensos entre los menos extremados, promover la participación de la ciudadanía o permitir la transparencia en la toma de decisiones. En estas horas oscuras de reclusión pandémica, lo que verdaderamente se necesita son varios Churchill, líderes que pasen a la historia del reino.

Nos jugamos mucho en los meses venideros en nuestros pueblos y ciudades, regiones y nación. Tan importante como salir de la crisis con las menores bajas posibles es si vamos a permitir que se debiliten las instituciones democráticas y desaparezcan las técnicas de control político y judicial del poder. Y en esta tarea, todos somos responsables: los ciudadanos y los políticos; los trabajadores y los empresarios y los parados; los apolíticos y los militantes; la prensa y los lectores; los jóvenes y los jubilados. Si no conseguimos que nuestras instituciones políticas funcionen adecuadamente, fracasaremos colectivamente como nación y estaremos más débiles para afrontar la próxima crisis. Y creo que es mejor compartir una victoria que liderar una derrota.

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