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Miles de radicales seguidores de Bolsonaro invadieron este domingo la sede de los tres poderes del Estado en Brasil.
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El PP, que tardó tiempo en felicitar a Lula por su victoria, ha mantenido un silencio culpable ante el pronunciamiento bolsonarista de Abascal, su socio preferente y prácticamente inevitable.

Miércoles, 11 de enero 2023, 17:30

Los espectáculos de los últimos días en la Cámara de Representantes norteamericana y el asalto a las sedes de las instituciones brasileñas ponen de manifiesto la creciente amenaza de la extrema derecha para las democracias. La historia nunca se repite pero rima mucho con la de otros periodos del pasado. En los Estados Unidos el Partido Republicano es ya un partido contra la república en el que cualquier representante alucinado chantajea a la mayoría sin el menor recato y obstruye el funcionamiento institucional. Ese mínimo trabajo indispensable para defender los intereses de la ciudadanía. En Brasil los asaltantes llevaban semanas pidiendo al ejército un golpe de estado contra el ganador de las elecciones presidenciales. Ambos casos tienen en común un componente radicalmente novedoso hasta hace pocos años: la existencia de un «sentimiento político fanatizado» (que no pensamiento), unas creencias irracionales que les llevan a rechazar los resultados y a violentar las reglas democráticas contenidas en sus constituciones cuando no les satisfacen. Estas derechas radicalizadas, que antiguamente se consideraban y se hacían llamar «partidos de orden» han sido llevadas a posiciones antisistema por unos líderes autoritarios e irresponsables. En ese proceso han contado con la fuerte complicidad de muchos medios de comunicación para llevar a cabo una deliberada intoxicación masiva de odio y resentimiento hacia el adversario, que encuentra su principal escenario en redes sociales.

Lo paradójico es que el PP se aferra a esas mismas estrategias de la extrema derecha porque le han fallado todas las previsiones económicas que eran su gran esperanza para el hundimiento de Pedro Sánchez. Ya en el principio de la legislatura, cuando estalla la pandemia y el Gobierno decreta el confinamiento, el iluminado asesor económico de Pablo Casado pronosticó alborozado (el 21 de marzo de 2020) que «a este paso el paro llegará al 35% y 900.000 empresas españolas no llegarán a 2021». Lo peor no fue que se comportara como un pésimo economista sino que, con la máxima inmoralidad, deseara todos los males posibles a los españoles como único medio para que el PP obtuviera una victoria electoral. Claro que el PP prometía por entonces y siguió prometiendo con Feijoo una radical rebaja de impuestos hasta que, con la misma receta, en el mes de septiembre, Liz Truss hundió en 24 horas la libra esterlina. Desde entonces Feijoo e incluso Ayuso dejaron de hablar de rebajas de impuestos como seña de identidad electoral.

En el mes de julio, Feijoo pronosticó: «nos dirigimos a una profundísima crisis económica», tendremos «una inflación galopante» y «no habrá dato bueno para los próximos trimestres». Con la misma miseria de análisis, el 29 de octubre afirmaba que «estamos a pocas semanas de entrar en una recesión técnica». Y además, siguiendo la perspicacia política de toda la legislatura, aventó un nuevo problema para la economía española: que el gobierno no podría aprobar los presupuestos para 2023. Las cuentas para este año fueron aprobadas en plazo y con votos sobrados, lo que ayudará mucho a invertir durante 2023 los fondos europeos pendientes.

Como es sabido Feijóo no acertó ni en esos ni en otros vaticinios. No se cumplieron sus deseos. Las grandes cifras españolas (crecimiento, creación de empleo e inflación a las que se deben añadir subida de pensiones y de salario mínimo) han sido las mejores de la zona euro al finalizar el año. Todavía estamos esperando que el líder del PP nos dé alguna explicación de por qué sus análisis económicos fallan más que una escopeta de feria. En el pasado estos despropósitos de profecías propaladas sin base alguna habrían bastado para descalificar técnica y moralmente a un líder. Ahora le ha sido suficiente pasar de pantalla y, puesto que la economía no es lo suyo (todavía no se sabe qué es lo suyo), debe recurrir al sobado tema de hacer vudú con el muñeco de Sánchez satanizado. En cualquier caso volvió a la forma más desleal de hacer oposición según las reglas no escritas que hasta hace unos años practicaban las democracias occidentales, hasta que llegaron los Trump, Bolsonaro u Orban

Las estrategias y las técnicas de estos ahora llamados «iliberales» (en realidad autoritarios) son bien conocidas aquí. Circulan profusamente entre los medios de extrema derecha, y esto en España comprende también a una parte del PP. Primero se caricaturiza a Sánchez, después se le atribuyen falsas intenciones apocalípticas (¡acabar con España!) y finalmente se le niega legitimidad para ejercer el gobierno. Con esos ingredientes lo mismo se niega la renovación del Consejo General del Poder Judicial que se hacen llamamientos claramente anticonstitucionales para «acabar con este Gobierno» o se practican coaliciones con Abascal que apoyó públicamente a Bolsonaro mientras sus seguidores destrozaban Planalto, el Congreso y la Corte Suprema en Brasilia. El PP, que tardó tiempo en felicitar a Lula por su victoria, ha mantenido un silencio culpable ante el pronunciamiento bolsonarista de Abascal, su socio preferente y prácticamente inevitable.

El colmo del disparate ha sido el de la portavoz parlamentaria del PP, Cuca Gamarra, que en lugar de condenar el asalto de los golpistas a las sedes de las instituciones brasileñas, en otro de sus enfermizos arrebatos viscerales, culpó a Pedro Sánchez por la reforma de la sedición. Es inútil esperar comportamientos cívicos, democráticos y racionales de sus seguidores, cuando los principales responsables se dedican a la intoxicación masiva como arma electoral. Lo más acertado sería un diagnóstico y tratamiento urgente de sus paranoias, pero obviamente no figura en su agenda política.

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