La recuperación de Afganistán por los talibanes, sin apenas disparar un tiro, ha dado lugar a una inundación de artículos en los que abundan la grandilocuencia, los tópicos y las jeremiadas mientras escasean los análisis capaces de explicar lo sucedido. Naturalmente hay excepciones. Resulta ... especialmente interesante la opinión de David Frum, quien escribía los discursos del presidente Bush hace 20 años desde el staff de la Casa Blanca y actualmente es redactor de la prestigiosa revista The Atlantic. Este auténtico conocedor de los hechos desde dentro, en su artículo «Si se hubiese capturado a Bin Laden en 2001, todo habría sido distinto» señala lo siguiente:
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«En el otoño de 2001, la misión que tenía Estados Unidos en Afganistán estaba clara, tenía unos límites y era factible: encontrar y matar a Bin Laden…Los republicanos habrían podido hacer campaña en las elecciones de 2002 como vencedores de una guerra terminada y después pasar a ocuparse de los problemas nacionales… Cuando este [Bin Laden] se escapó, la misión se convirtió en algo más confuso y casi imposible: reconstruir la sociedad afgana y transformar Afganistán».
Pero el articulista omite que con Bush hijo llegó a la administración norteamericana la corriente neocon encabezada por el ideólogo Paul Wolfowitz. Este ala derecha del Partido Republicano había reformulado y tergiversado los motivos del hundimiento del bloque comunista para concluir que con actuaciones armadas era posible exportar e imponer la democracia en cualquier parte del mundo. La mayoría de la opinión pública norteamericana –incluidos los grandes diarios - aceptó esa teoría que sirvió para quedarse en Afganistán e invadir ilegalmente Irak al año siguiente. Dos fiascos extraordinarios.
En el fondo, se repetía la vieja historia de que las decisiones en la política exterior norteamericana están determinadas por las cuestiones políticas internas y especialmente por las urgencias electorales. Eso mismo confesaba Robert McNamara, exsecretario de Defensa, en «Los papeles del Pentágono». Los norteamericanos no llevaron a cabo la escalada de la guerra de Vietnam por afán imperialista como decía la izquierda ni para frenar al comunismo como decía la derecha. Las verdaderas y únicas razones, según McNamara, eran de mera política interna. Sabían que no podían ganar la guerra, pero no podían escapar sin que Johnson perdiera también las elecciones.
Volviendo al relato de Frum, los demócratas «después de haber dicho que en la guerra de Irak todo había sido un error, tanto el lugar como el enemigo, se vieron obligados a asegurar que la guerra de Afganistán era la que había que llevar adelante, en el país apropiado y contra el verdadero enemigo… Los aliados de Estados Unidos que habían visto la guerra de Irak con escepticismo también se involucraron cada vez más en Afganistán».
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Esta afirmación resulta especialmente comprobable para España. El presidente Zapatero, tras retirar las tropas españolas de Irak (también con la opinión pública a favor), enviaba más fuerzas a Afganistán (operación que contaba con el visto bueno de la ONU) y además España se encargaba de construir las infraestructuras más elementales (carreteras, hospital, ambulatorios, escuelas, etc) en la atrasada provincia de Bagdhis y proporcionar formación a mujeres como maestras y matronas. Algo muy meritorio de lo que ya entonces no se podía hacer exhibición por temor a convertir aquellas dotaciones en objetivo de los talibanes. Este hecho demostraba ya que los inicialmente derrotados seguían muy vivos y camuflados entre la sociedad civil afgana. Lo que ha quedado claro es que una victoria militar no asegura la ocupación pacífica y que 20 años – una generación- es un lapso vital muy breve para cambiar una cultura y una mentalidad ancestrales. También que, contra lo predicado por los neocons, es muy difícil construir un estado democrático desde arriba y desde la nada. Incluso con multitud de vidas y dinero destinados para ello. Por eso el mundo está lleno de estados fallidos.
La mayoría de los analistas coinciden en olvidar que los talibanes (antes mujahidines) fueron potenciados por Estados Unidos, Arabia Saudita y Pakistán para expulsar a los invasores soviéticos de Afganistán. Fueron armados con fanatismo wahabita en las madrasas de la frontera pakistaní y con misiles Stinger (letales para los helicópteros y aviones rusos) por Estados Unidos, hasta dar la puntilla a una Unión Soviética ya agonizante. El amigo americano jugó el papel de aprendiz de brujo que, a continuación, se vio desbordado por su propia criatura.
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La misión de Afganistán era imposible y los gobiernos americanos empezaron a buscar la forma menos mala de escapar. B. Obama reconoce en sus memorias que « Si trazar un plan para [salir] de Irak fue relativamente sencillo, la salida de Afganistán fue todo lo contrario (…) los talibanes controlaban grandes extensiones del país, sobre todo en las regiones fronterizas con Pakistán ». El expresidente dedica muchas páginas a explicar que no encontró manera presentable de abandonar y cómo acabó enviando otros 30.000 soldados. Trump no tenía esos escrúpulos. Según Frum «la idea que tenía Trump personalmente de la política exterior era la de una especie de red de extorsión en la que los países que quisieran la protección de Estados Unidos debían pagar al Tesoro público y a las propias empresas de Trump». Y resume así el acuerdo con los talibanes:
«Hacia el final de su mandato, estaba buscando la manera de salir de allí como fuera. Y el precio que pagó fue un acuerdo con los talibanes: la retirada definitiva de las tropas tras las elecciones de 2020 a cambio de que ellos se comprometieran a no causar bajas estadounidenses antes de los comicios».
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El plazo pactado en Doha fue de 14 meses y, aunque Trump no fue reelegido, Biden aprovechó el acuerdo firmado por su antecesor para salir de Afganistán de cualquier manera porque la oportunidad —desde el punto de vista interno— era irrepetible.
Durante estos días hemos oído y leído multitud de reproches a la entrega del territorio afgano a los talibanes que, según han demostrado, controlaban la mayoría de la sociedad sobre todo en el medio rural. Para algunos comentaristas incluso se trata del «fin del imperio». Especialmente sentidos y llenos de razón son los lamentos de quienes se preocupan por el futuro de las mujeres bajo el régimen talibán. Las fortísimas críticas de las derechas europeas se derivan de que, tras el ocaso del comunismo, han adoptado como seña de identidad la aversión a todo lo musulmán, salvo los petrodólares. En nuestro país lo comprobamos a diario con las provocaciones de Vox. Pero también hemos leído las riñas de quienes siempre están de acuerdo en culpar a los americanos hagan lo que hagan: cuando intervienen, cuando se van y cuando no hacen nada. Se trata de un deporte muy extendido entre los europeos (especialmente en Francia) que permite descargar las conciencias y la responsabilidad de muchos occidentales y, a la vez, seguir disfrutando de las vacaciones de agosto. Consideran muy virtuoso despotricar contra la pax americana desde el rincón más confortable del planeta y en el periodo más largo de la historia sin guerras en Europa occidental.
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Finalmente, en España, mientras se organizaba (parece que más preparada de lo que se dijo) y ejecutaba con indiscutible éxito una retirada del personal propio y de los colaboradores afganos, los dirigentes del Partido Popular han seguido comportándose como pollos sin cabeza. Tienen alergia a hablar de Irak para que no les recuerden la infame foto de Aznar en las Azores. Tampoco quieren recordar Afganistán por la ignominiosa actuación de Aznar y Trillo en todo lo relacionado con el YAK 42, desde el alquiler de chatarra volante al maltrato a las 102 víctimas militares y a sus familiares. En consecuencia continúan con un discurso ramplón y mezquino contra el gobierno, mientras bloquean las instituciones constitucionales.
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