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IVÁN ORIO
Sábado, 1 de julio 2017, 18:08
Los sonidos que llegaban de arriba no eran los de siempre. José Antonio Ortega Lara tenía los sentidos abotargados y el frío adherido a los huesos después de 532 días de encierro, pero el espíritu de supervivencia ganó a la confusión inicial. Trató de concentrarse ... para escuchar con precisión a pesar de que levantarse del camastro le costaba ya un mundo. O el calendario que había ideado en su cabeza durante el cautiverio había fallado o los secuestradores habían modificado sus costumbres porque era martes (1 de julio de 1997) y lo que el creía una sierra mecánica, que sólo se encendía ese día de la semana y los jueves, permanecía apagada.
Los nuevos ruidos eran constantes, sin eco, como de pasos apresurados que buscaban algo. De repente se abrió una portezuela en el zulo. Otro cambio. Lo habitual por las mañanas era que se descorriera el ventanuco a través del cual sus captores le daban la comida, periódicos atrasados y algunos libros. Accedió al escondite una persona encapuchada y la víctima, acurrucada, pensó que era un miembro de ETA porque sus secuestradores siempre ocultaron sus rostros las escasas ocasiones en las que accedieron al agujero. «¡Matadme de una puta vez!», le rogó desesperado después de un tiempo eterno de tortura y humillación. Era un guardia civil. Su infierno había concluido.
Estaba famélico -había perdido 23 kilos-, padecía importantes problemas intestinales provocados por la desnutrición, sufría atrofia muscular por las reducidas dimensiones del escondrijo, su visión se había resentido notablemente... Pero estaba vivo. Milagrosamente vivo en aquella cámara del horror. Ortega Lara tuvo consciencia de que iban a rescatarle cuando vio una cara conocida, la de Baltasar Garzón. «¿Sabes quién soy?», le preguntó el entonces juez de la Audiencia Nacional. Él asintió lentamente, con ojos de un agradecimiento cansado, sin fuerzas.
El escenario era como irreal, sacado de una pesadilla de la que se tarda 532 días en despertar. El trabajador de la cárcel de Logroño era consciente de su deterioro extremo a pesar de que en ese tiempo no tuvo un espejo en el que mirarse. Desgaste físico, pero también mental, al haber tenido que exprimir hasta incluso su alma para subsistir en aquel sarcófago húmedo, próximo al río Deba, que un comando había construido en el subsuelo de una nave industrial de Mondragón. Un sofisticado sistema hidráulico abría una compuerta que comunicaba el agujero con el pabellón.
El mundo del funcionario se había resquebrajado un año y medio antes, cuando dos terroristas le encañonaron en su garaje en Burgos, le maniataron, le sedaron y le metieron en el maletero de su coche. Después le traspasaron a un camión preparado para ocultar parte de la carga y le condujeron al escondite. Cuando desaparecieron los efectos de los somníferos, Ortega Lara miró desorientado a su alrededor. Se estremeció y supo de inmediato que se había convertido en un rehén de ETA. Un cartel con el anagrama de la banda colocado en una pared le recordaría desde entonces a todas horas quiénes eran sus ‘guardianes’.
El zulo era minúsculo: tres metros de largo, por 2,2 de ancho y 1,80 de alto. Sólo podía estar completamente de pie en el centro del habitáculo, iluminado por una única bombilla. A su lado encontró una hamaca de playa, un saco de dormir, una mesa, una silla, un orinal y efectos para el aseo. En el muro frontal, una pequeña puerta, empleada muy pocas veces por sus captores, comunicaba con una estrecha estancia desde la que se salía al exterior. A su lado estaba la ventana desde la que le alimentaban.
Una de las esporádicas ocasiones en la que uno de sus cuatro secuestradores -José Luis Erostegi Bidaguren, Javier Ugarte Villar, Josu Uribeetxeberria Bolinaga y José Manuel Gaztelu Otxandorena- rompió el ‘protocolo’ y accedió al escondrijo fue para sacarle las fotografías que sirvieron para reivindicar el secuestro y exigir al Gobierno de José María Aznar que pusiera fin a la política de dispersión. Enterrado en vida, Ortega Lara se agarró a una rutina inamovible para mantenerse activo y lúcido. Se aferró en el zulo a los tres pilares que también le sustentaban fuera: la familia, la religión y el método que le enseñaron los salesianos. «Hablaba todos los días con mi mujer y también rezaba. Todos los días igual: te levantas, te aseas, hace estiramientos, lees, rezas, limpias el habitáculo... Aunque tuviera el alma dolorida y el cuerpo destrozado nunca abandoné ese método», ha relatado en las escasas entrevistas que ha concedido en fechas recientes. Su referencia para aguantar era el empresario José María Aldaia, cautivo 342 días.
Cuatro pasos adelante, dos hacia la derecha, dos hacia la izquierda y cuatro hacia atrás. Era su manera de hacer ejercicio al amanecer. Poco después se abría el ventanuco y un etarra -el funcionario sólo veía sus manos- le dejaba el desayuno. Esta operación se repetía en la comida y en la cena. Para sentir la presencia de sus allegados, improvisó un marco con plástico en el que introdujo una foto de su esposa Domi y su hijo Dani. Con papel de plata, elaboró un crucifijo para la oración. Sus conversaciones con Dios eran permanentes. Se enfadó y se reconcilió con él muchas veces. No entendía cómo podía permitir lo que le ocurría. «Fueron muchas tribulaciones, muchas peleas, incluso con Dios. ¿Pero qué me estás haciendo? Dame una salida, sea la muerte, sea la calle, pero llevo aquí un año y pico, no me dejas ninguna... No me obligues a hacerlo yo. Porque llegué a la situación del suicidio», ha confesado. De vez en cuando leía ejemplares atrasados de ‘Egin’ y libros que le dejaban los etarras que le custodiaban. Los agentes encontraron tres el día que le liberaron: ‘El triunfo de la nación vasca’, ‘Camino al futuro’ y ‘La hoguera de las vanidades’.
Ortega Lara pasó las últimas semanas del cautiverio postrado en su camastro y casi sin comer. Su capacidad de lucha menguaba y la humedad se filtraba sin cesar por la pared y calaba su rudimentario camastro. Incluso confeccionó un par de ‘ponchos’ con plásticos para tratar de protegerse del frío. Ya no podía más. El sufrimiento era atroz -«Me llegué a sentir el ser más desgraciado que había sobre la faz de la Tierra», ha afirmado en una entrevista- y llegó a idear dos formas de acabar con su vida.
El cautivo convirtió el puente metálico de un ‘walkman’ en un instrumento afilado, el mismo que utilizaba para cortarse el pelo y la barba, y, a modo de prueba, se hizo una incisión en las venas. También fabricó una ‘cuerda’ con bolsas de basura, se la colocó alrededor del cuello, se subió a la silla... Sus convicciones religiosas, la esperanza que nunca llegó a perder del todo y la aparición de la Guardia Civil pocas fechas después de este último ensayo de suicidio evitaron la tragedia.
El funcionario de prisiones mantuvo pocas conversaciones con sus secuestradores, más allá de algunas peticiones de música o libros. Con uno de ellos la relación llegó a ser algo mayor, pero su afán por someterle se mantuvo intacto hasta el final. De hecho, habían recibido la orden de ejecutarle de un disparo o dejarle morir de hambre. A finales de junio de 1997 Ortega Lara era «como una vela que se consumía lentamente», según explicaron por aquel entonces fuentes de su círculo más próximo. Su espíritu estaba malherido. Intentaba resistir, pero el cuerpo y la mente ya no le respondían. Pero el destino se puso en el último momento de su parte y la pequeña puerta del zulo se abrió. Arriba, en el exterior, le esperaba una nueva vida.
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