La mañana comienza con estampas reconocibles para un final de junio. Madres que llevan a los hijos, algunos con uniforme deportivo, a los campamentos de verano, y empleados que no tienen opción a hacer sus tareas vía telemática. Los autobuses, gratuitos durante esta jornada, cumplen ... sus frecuencias usuales. La única rareza es que hay asientos para todos. El tráfico se alimenta de menos coches particulares y en algunos semáforos de alrededor de Atocha, desde Delicias hasta Vallecas, se mueven lento. Por lo demás se trata de un día dentro de la normalidad, que promete soleado. Pero los taxistas ya vienen preparados. «Está complicado», pronostica Carlos. Las 15 horas será la peor, según su cálculo.
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En la principal terminal de Madrid no hay retrasos de trenes. Ni en Cercanías ni en los de larga distancia. Los turistas y los locales van y vienen al intercambiador. Reforzada la vigilancia privada dentro, afuera los policías se dejan ver, con los coches de la Nacional en las esquinas y la Municipal preparando los cortes momentáneos de las calles, para dejar paso a las delegaciones de los mandatarios que llegan a la Cumbre de la OTAN, o sus consortes, o para sus propios vehículos. Desde tanquetas de la policía que cruzaban el Paseo del Prado hasta ambulancias.
El Museo del Prado está cerrado. Se prepara para una cena para los jefes de Estado dentro de su edificio principal, cerca de los óleos de Velázquez. Una excentricidad que obliga que durante dos días el público no pueda visitar sus salas. La clausura había sucedido cuando la tormenta de nieve Filomena bloqueó la ciudad y con el confinamiento de la pandemia. Pero entonces las calles estaban también vacías y existía y peligro para los ciudadanos. «Ya nos pasarán la factura, que eso lo pagamos nosotros», dice José María, que ha acudido al Prado a visitar la temporal de Parot con Carmen, su mujer. «Nos interesaba mucho esta exposición, pero nos hemos encontrado con que es inhábil para visitas».
Este año Carmen y José María cumplieron las bodas de oro. Tienen tres hijos y viven en Torrrecaballeros. Sabían de la cita de la Alianza Trasatlántica pero no que cerraban dos de los principales museos de Madrid. «¿Y el Thyssen», pregunta Carmen, sentada en la sombra, con una mantilla negra en los hombros. Vinieron a acompañar a su nieta a una audición para un musical en una productora. Habían planeado entrar a la pinacoteca. «Somos habituales, venimos unas cuatro veces al año, tanto a la permanente como a las temporales», asegura José María, que ha dejado su coche «más arriba de la estación del Norte y hemos venido en Metro». Han visto La Castellana cortada. «No pensamos estar aquí para las tres», sentencian. «Después del Thyssen, pues nos tomaremos una cañas».
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No son los únicos turistas despistados. Del AVE bajaron cuatro amigas veinteañeras: Carmen, Irma, Mireya y Ana. Vienen de Ciudad de México. Pasaron antes por Barcelona. «No sabíamos nada que la ciudad estaría así», dice Claudia. «¿Cumbre de la OTAN? No, nada». Esperan un Uber, van a un Airbnb. «No tenemos un plan específico», dice Claudia. Afuera del museo trabajan los operarios para embellecer el césped y quitar los bolardos en la Puerta de Velázquez.
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La Alianza Atlántica se reúne en Madrid
Miguel Ángel Alfonso
María Eugenia Alonso
En las esquinas de los hoteles Ritz y Palace también están desplegados los policías. Realizan cortes puntuales por pocos minutos. En toda la recta hasta más allá de La Castellana sucede lo mismo. «Abrir, cerrar, abrir, cerrar, no te puedo decir más ni para qué», dice un agente municipal que desvía a los coches por las adyacentes. En los bares de la zona aseguran que hay reservas de las delegaciones. «Después del trabajo, en la tarde noche, les esperamos», asegura Francisco Notario, encargado del Café Gijón, en el Paseo de la Castellana, que prefiere ver el lado positivo. «Todos estamos a la expectativa y estamos preparados. A los cortes ya estamos acostumbrados por esta zona, tanto en eventos de Madrid como nacionales». En sus libros ya se avisa que los delegados que han pedido sentarse en la terraza pedirán un «picoteo de comida típica española, arroces y vinos».
Son 5.000 altos funcionarios de los países de la OTAN, que ocupan los principales hoteles céntricos de la capital. No tan contentos se mostraban los hosteleros de la Plaza Mayor, obligados a cerrar a las 17 horas, para que el empedrado sirva de aparcamiento. «Es una pena» se quejaba el camarero de una terraza.
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En la ruta de los coches negros oficiales, la ciudad no se detiene. Los residentes esperan en las paradas de autobús, los edificios están abiertos, casi todos los recintos culturales también, el 'scalextric' de Pacífico continúa siendo desmontado, la reforma del piso de la calle Almirante sigue expulsando escombros, el internet va con la intensidad de siempre. Sólo las oficinas se ven vacías dentro al trasluz de sus gigantescas ventanas.
Del hotel Intercontinental sale una delegación con Policía Nacional al inicio y al final. Son una decena de coches negros. Se les unen otros cuatro. De la ventanilla, uno enseña su identificación para que frenen los nacionales y les dejen pasar en medio. Algunos vecinos observan el mini desfile ocasional. «Es como ver pasar la cabalgata de los Reyes Magos», dice uno de los espontáneos, con un cigarrillo electrónico en mano.
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Las horas transcurren. Cerradas algunas vías cruciales para unir los aeropuertos, sobre todo el militar de Torrejón de Ardoz, con el corazón financiero de Madrid. M11 y A2 bajo vigilancia máxima. A las 16:20 se acerca la larga comitiva de Joe Biden, presidente de Estados Unidos, cuyos blindados habían llegado días antes. Son casi dos minutos de coches circulando a gran velocidad. Cerrada también La Castellana, algunos conductores, tan despistados como los turistas que aguardaban en las puertas del Prado, quedan atrapados. Son pocos. Casi nadie circula con sus coches. El tráfico es de madrugada de domingo.
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