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Jóvenes durmiendo en estanterías en una nave del polígono de El Tarajal. Fernando Torres
Menores acostados en estanterías en una nave del polígono de El Tarajal

Menores acostados en estanterías en una nave del polígono de El Tarajal

Un almacén abandonado sirve de refugio para los menas que entran a nado en Ceuta

Juan Cano / Fernando Torres

Enviados especiales a Ceuta

Miércoles, 19 de mayo 2021, 09:44

Después de las travesías a nado en las fronteras del Tarajal o Benzú, les espera un nuevo cara o cruz: el purgatorio o el infierno. No es una exageración. Para los mayores de 18 años, el purgatorio está en las calles de Ceuta, las casas abandonadas en los barrios, la antigua prisión de Los Rosales o los tejados de las casetas de electricidad (sí, incluso ahí duermen), donde deambulan sin encontrar el futuro que les habían prometido al otro lado de la frontera.

El infierno está en el polígono del Tarajal, desierto a la una de la madrugada, salvo por la presencia de los militares y los furgones de la Policía Nacional. El estado de las calles se va deteriorando a medida que se avanza por el laberinto de naves. Pero es al final del recorrido donde está el inframundo. La basura se acumula en el suelo, especialmente en las aceras. Un voluntario de la Cruz Roja está de pie justo en la entrada, como dando a entender que allí tiene trabajo. Saluda, sin más. Nadie tiene demasiadas ganas de hablar, después de todo.

En la puerta de la última nave yacen sobre la acera cuatro mujeres subsaharianas tapadas con las mantas rojas que les proporcionó algún voluntario. Una de ellas duerme en una hamaca de la playa que parece un oasis en el desierto. Las otras tres, al raso, utilizando como almohadas los paquetes de pañales de los dos bebés que las acompañan.

La noche en Ceuta ha dejado imágenes como estas. Fernando Torres
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Mariama (32) acuna entre sus brazos a una niña que ha cogido bien el sueño. Dice que cruzaron la frontera a nado hace tres días. Es difícil entenderlas, el idioma es otra barrera más. Piden un cargador para el móvil. Y que intercedamos con la policía para que las dejen «entrar» a la nave, como quien busca un pase VIP para escalar un peldaño en aquel infierno. «Eso es cosa de los vigilantes, pregúntele a ellos», despacha educadamente uno de los agentes de la Unidad de Intervención Policial (UIP) desplazados desde Málaga para ayudar a controlar la situación.

Los vigilantes pertenecen a la empresa de seguridad privada Eulen y han sido contratados por las autoridades, aunque es imposible sacarles por quién. Educación no les falta, pero el idioma, en este caso, les sirve de poco. Como si fueran robots, rehúsan hablar en todo momento con los periodistas y se dedican a su misión: controlar y aporrear las dos puertas medio rotas de una nave azul que alberga a jóvenes que pueden ser menores de edad, los llamados menas, a la espera de pasar el protocolo contra la Covid-19 y las pruebas oseométricas (en el hospital) para determinar su edad. Si dan positivo, se les aísla. Si el resultado es negativo, irán al centro La Esperanza, tutelado por la Ciudad Autónoma.

Los vigilantes rehúsan hablar en todo momento con los periodistas y se dedican a su misión: controlar y aporrear las dos puertas medio rotas de una nave azul que alberga a jóvenes que pueden ser menores de edad

Son ya casi las dos de la madrugada y dentro de la nave el ambiente es frenético. Corren, se pelean entre ellos, se acercan a la puerta, se alejan cuando el vigilante aporrea la chapa de metal… «¿Habéis podido ducharos al menos en estos días?», pregunta una periodista, preocupada por su estado. Antes de que respondan, los alejan de nuevo.

Pero la puerta está lo suficientemente rota como para dejar ver, al menos parcialmente, lo que sucede dentro. En la última esquina de la última nave del último rincón del polígono hay una estantería metálica de tres metros de altura y 50 centímetros de ancho que debió de pertenecer al antiguo almacén de comercio. Donde antes se apilaba mercancía, hoy se apilan críos. Hay una decena de jóvenes acostados en esa especie de colmena. Incluso uno asume el riesgo de la caída y duerme en la balda más alta. Al ver a los periodistas, se revolucionan. «Mascarilla, mascarilla», pide uno de ellos. «Tabaco», reclama otro. El vigilante bebe con prisa un red bull antes de golpear de nuevo la chapa.

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