Aquí lo mataron, aquí
Los escenarios del crimen ·
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Los escenarios del crimen ·
El secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un drama desencadenado en escenarios comunes, casi intercambiablesPablo Martínez Zarracina
Martes, 12 de julio 2022, 01:07
El portal número 11 de la calle Iparraguirre está en Ermua, pero podría estar en Barakaldo o Renteria, en el barrio de Zaramaga de Vitoria o en el de Rekalde en Bilbao. El portal del que Miguel Ángel Blanco salió por última vez pasadas las tres de la tarde del 10 de julio de 1997 encajaría en cualquier barrio popular de cualquier municipio de la Euskadi urbana: zonas que en los años sesenta y setenta se llenaron de trabajadores venidos de otras partes de España. Esos trabajadores dieron carreras universitarias a sus hijos y hoy empujan los carritos de sus nietos en calles como esta de Ermua, que alberga una sucesión de garajes y lonjas con las persianas bajadas. El portal donde vivió la familia Blanco, al que vimos llegar al padre del joven concejal del PP, vestido con la ropa de trabajo y preguntando nervioso qué pasaba, ha sido reformado como cualquier otro en los últimos años: cambiando la madera y la penumbra por la luz y el acero inoxidable.
Lo siguiente que Miguel Ángel Blanco hizo aquella tarde por última vez fue coger el tren a Eibar y bajarse en la estación de Ardanza para ir caminando a su trabajo. Lo que fue un sencillo apeadero es hoy un edificio que como toda instalación pública vasca recuerda en términos de grandilocuencia y gelidez a un aeropuerto. La estación está en una de esas zonas por las que se pasa con prisa en dirección a otro lugar. Entre millones de trayectos anodinos, uno lo cambió todo cuando Miguel Ángel Blanco fue interceptado a la salida del apeadero por Irantzu Gallastegi, la etarra que lo introdujo a punta de pistola en un coche de color oscuro.
Resulta curioso: el drama de la víctima de ETA que nos resulta más singular y reconocible se desencadenó en escenarios casi intercambiables, en una especie de reverso de la tarjeta postal vasca, donde nada es especial pero todo es común y significativo.
El portal de un barrio popular, una estación de Euskotren muy transitada. Por debajo, el subtexto mismo del país. De vuelta en Ermua, en el breve trayecto entre el número 11 de la calle Iparraguirre y la plaza Cardenal Orbe, junto al Ayuntamiento, donde desembocaron las manifestaciones por la liberación del concejal y se celebró la vigilia con velas la noche del 11 de julio, el exterior de un bar muestra uno de esos mosaicos de pegatinas en el que aún se distingue una desgastada por el tiempo que exige el retorno «a casa» de Ibon Muñoa, el concejal de Herri Batasuna en Eibar que fue condenado por informar al comando Donosti de la identidad y las costumbres de Miguel Ángel Blanco.
Recordando en el Casco Viejo de Ermua las escenas de hace veinticinco años, impresiona pensar cómo aquellas multitudes oscilantes entre la esperanza y la furia, rebosantes de una dignidad largamente postergada, pudieron agruparse en unas calles tan estrechas. El frontón también ha sido reformado y es un paréntesis entre edificios que parecen sobreponerse unos sobre otros. La zona es tranquila, peatonal, acoge el rumor de la vida cotidiana; antes que a los pensamientos graves, invita a sentarse en un bar a tomar algo. Nada haría pensar que estas calles acogieron la rebelión de un pueblo que contagió a todo el país.
Se necesita un esfuerzo de la imaginación para recordar la energía trágica que se desató cuando el 12 de julio el alcalde Totorika salió al balcón del Ayuntamiento para anunciárselo micrófono en mano a la multitud: «Nos han confirmado que Miguel Ángel ha sido asesinado». Donde entonces surgió un grito colectivo, hay hoy un murmullo promisorio de terrazas.
A cincuenta kilómetros de Ermua, en el barrio de Oztaran de Lasarte, el lugar en el que 'Txapote' disparó dos veces sobre Miguel Ángel Blanco, mientras José Luis Geresta Mujika sujetaba al concejal, es una especie de no lugar perdido entre los árboles.
Un vecino que pasea por las afueras del pueblo señala de un modo inconcreto hacia la vaguada boscosa bajo el antiguo viaducto del tren y reconoce que a él también le gustaría conocer el sitio dónde pasó todo. Al fin y al cabo lleva cuarenta años viviendo en Lasarte. Durante un segundo, el recuerdo del crimen parece conmoverlo. Poco después, el hombre subraya la presencia de un famoso restaurante en las inmediaciones. Ese paso de la gravedad a la rutina se repite con la indiferencia de un giro dialectal. Al otro lado de la vaguada en dirección hacia Urnieta, la dueña de un caserío remite a una curva en una carretera en la zona del arroyo y se ofrece a mostrar el lugar exacto donde apareció herido de muerte el concejal.
Se trata de un paréntesis frondoso, una zona de paso en un pequeño bosque de robles en el que se advierte un rumor de agua y un arrendajo avisa de la presencia de intrusos. Le responde al instante un alboroto de gorriones. La mujer recuerda la cantidad de policías y periodistas que aparecieron de la nada hace veinticinco años. Y reproduce las conversaciones que mantiene con su nieta al pasar por aquí. «Hementxe hil zuten, hementxe, le digo». Aquí lo mataron, aquí. «Nik enekien, amona». Yo no sabía, abuela.
Hace veinticinco años la carretera era un camino de tierra por el que apenas cabía un coche. El propietario de un terreno cercano asfaltó la pista hace años. El hombre cuenta que es muy raro que llegue alguien preguntando por Miguel Ángel Blanco. Con una excepción: los guardias civiles de Intxaurrondo suelen mostrarles el lugar a los nuevos agentes que llegan destinados al cuartel.
Una señal indica el lugar exacto del crimen. Su importancia es máxima y algo absurda: en realidad, apenas se ve y no es fácil de encontrar. Se trata de una cruz grabada en uno de los árboles próximos a la curva de la carretera. Da la sensación de que la cruz estuvo en algún momento pintada de blanco. Para llegar hasta el árbol, hay que adentrarse diez o doce pasos en el bosque, lo suficiente para utilizar la pendiente como parapeto. Un sendero indica el camino e impone la reconstrucción mental. El coche aparcado en la curva. Dos disparos con silenciador sobre un joven de veinticuatro años maniatado con un cable. El segundo en realidad sobre un joven maniatado, herido y arrodillado: el tiro de gracia de una ejecución.
Es difícil no pensarlo: «Ojalá escuchase los pájaros». Se oyen incluso dos ruiseñores, uno muy cerca y otro más lejos. El paisaje combina lo idílico y lo siniestro, pero es sobre todo vulgar, indistinguible de tantos otros en un país propenso a la vegetación y los caminos secundarios. Impresiona pensar que allí sucedió. Y que no queda el menor rastro. Dan ganas de irse cuanto antes.
Al otro lado de la carretera, más subtexto: en la puerta de una caseta eléctrica hay una pegatina. Se ve en ella la fotografía de un coche de la Ertzaintza que es sacado de un río con una grúa. Es el coche patrulla en el que en diciembre de 2020 murió un agente tras precipitarse al Urumea.
A escasos quince metros del lugar en el que ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, mientras alborotan los gorriones y el sol reverbera en las hojas de los robles, la pegatina informa de que «el mejor zipaio» no es ya el que está ardiendo, sino el que está «en el río». Los pájaros siguen cantando inconmovibles. Se va uno pensando si dos disparos con silenciador alterarán un concierto semejante.
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