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Pío Garcia
Valencia
Domingo, 3 de octubre 2021, 11:58
Salió Pablo Casado y dijo que le daba reparo soltar un discurso porque hacía mucho sol, veía a la gente con abanicos e incluso a un simpatizante le había dado un golpe de calor. Eso dijo, pero luego se le olvidó y habló durante más ... de una hora. Se le fue la mano porque la plaza, que lo recibió con un llenazo absoluto, se fue despoblando poco a poco en los tendidos más expuestos al sol, no por falta de entusiasmo sino por pura prevención médica: a ver si por aplaudir a Casado les iba a dar un yuyu y no iban a poder votar en las próximas elecciones.
Los organizadores, eso sí, habían sido precavidos. A la entrada de la plaza unos voluntarios estaban repartiendo unos coquetos sombreritos azules, modelo Chicago años 30. Cuando Casado empezó a hablar, uno miraba al tendido y tenía la sensación de asistir a una convención de imitadores de Edward G. Robinson. También regalaban pulseras con la bandera de España e incluso mochilas de color naranja, pero esas prendas tan vistosas y patrióticas resultaban menos eficaces a la hora de la supervivencia.
Lo malo de hablar mucho con el sol sacando brillo a las calvas es que corres el riesgo de que los teloneros sean más aplaudidos que tú. Salió el primer ministro griego, al que llamaron consecutivamente Mitokasis, Mitkokakis y Mitsotakis, habló en inglés y se llevó una ovación sonora porque los asistentes tenían ganas de juerga y hacía tiempo que el discjockey no pinchaba nada marchoso.
Bastante peor le fue al pobre canciller austriaco, Sebastian Kurz, que no pudo venir y mandó un vídeo. El hombre hablaba en alemán, no entraron los subtítulos y el público se quedó como anonadado, escuchando a un tipo acumular con entusiasmo palabras de veinticuatro consonantes. Para colmo, cuando atinaron con los subtítulos, se dieron cuenta de que aquello ya no iba a ninguna parte y cortaron el vídeo expeditivamente, dejando al amigo Sebastian con las diéresis en la boca.
La paradoja de estas convenciones es que la gente está mucho más animada al principio, cuando van llenando la plaza, que al final, cuando el líder suelta su perorata. Hacía las diez y media de la mañana no cabía ya un alfiler y había cánticos, aplausos y gente haciendo la ola. El Pulpo, discjockey habitual en los fiestorros del PP, llevaba puesto un inexplicable gorrito con orejas de Shrek y pinchaba canciones con el propósito de contentar a todas las edades. Hubo su ratito maquinero, su poquito de electrolatino, su toquecito de pasodobles.
Los cronistas políticos serios quizá saquen otras deducciones, pero la conclusión más determinante de esta convención ha sido sin duda el destierro definitivo del himno del PP. Este domingo no sonó. En su lugar, pusieron en bucle 'We are the people we've been waiting for', que podría traducirse como que ellos eran la gente que ellos mismos estaban esperando. Una cosa rara. No es seguro, sin embargo, que Bono, The Edge y Martin Garrix tuvieran en mente a Pablo Casado cuando compusieron la canción, pero al final todo vale para el cocido y a 'Believer' ya la gastaron el sábado.
Dar mítines en una plaza de toros tiene la indudable ventaja de que uno puede salir por la puerta grande sin forzar las metáforas. A eso de las dos y media de la tarde, Pablo Casado abandonó el coso de Ruzafa por la puerta 19, que es por donde salen los toreros cuando la lían. Hubiera sido hermoso que Casado hubiera salido a hombros, vestido de luces, después de haber dado muerte en el ruedo al toro Comunista, hijo de la vaca Comunista, pero en este caso solo se trató de una lidia retórica que, además, se alargó demasiado. Los críticos taurinos, siempre tan quisquillosos, dirían que el Niño de Palencia recibió dos avisos y malogró la faena con la espada, pero los aficionados estaban exultantes y lo aclamaban como si hubiera cortado dos orejas, el rabo y alguna pata.
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