El rey propició un marco solvente para desarrollar la etapa democrática más larga de la historia de España, modernizando sus estructuras y dotando de un alto grado de autogobierno a las nacionalidades
juan pablo fusi
Domingo, 9 de agosto 2020, 00:20
Fue el Rey -escribió Raymond Carr en 1981- quien legitimó la llegada de la democracia; sin él, la habilidad de Suárez, por decisiva que fuera, no habría servido de nada». El hecho es incontestable. Contra los proyectos continuistas de la dictadura de Franco, la monarquía de Juan Carlos I vio el restablecimiento del sistema de libertades en España. El nuevo rey resultó ser, en efecto, un rey para la democracia. Entendió que la figura restaurada que él encarnaba no podría ser otra cosa que la 'Monarquía de todos', la posición que su padre, don Juan, había mantenido desde 1943-45 en el exilio.
En la Transición (compleja, difícil, presidida por la incertidumbre y el azar), se acertó en lo sustancial: en el procedimiento, una reforma política desde la propia legalidad franquista; y en el hombre, Adolfo Suárez, nombrado por el rey jefe de gobierno en julio de 1976, tras cesar al último presidente de gobierno de la dictadura. Supuso, en cualquier caso, la construcción de un orden político nuevo: liquidación del continuismo franquista; atracción e integración de la oposición democrática (incluido el Partido Comunista y los partidos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco); superación del trauma histórico que fueron la guerra civil de 1936-39 y la propia dictadura; y una reforma en profundidad de la organización territorial del Estado.
Con la Constitución de 1978, España se configuró como una Monarquía democrática -en la que el rey perdía toda capacidad ejecutiva, y adquiría poder simbólico y moderado- y como un Estado que confería un alto grado de autogobierno a nacionalidades (Cataluña, País Vasco, Galicia) y regiones. La democracia española cristalizó en un régimen estable y plural, integrado en la Unión Europea desde 1985, y (hasta la crisis de 2008) en una de las economías más dinámicas de Europa. El rey Juan Carlos fue esencial en la neutralización del Ejército a todo lo largo de la transición, un ejército hasta los años ochenta nada favorable a las reformas acometidas; y en la acción exterior del país, especialmente en América Latina y en las relaciones -siempre condicionadas por factores personales- con los países árabes y especialmente, con Marruecos.
Fracaso del golpe de estado
La joven democracia española derrotó el intento de golpe de estado militar que se produjo el 23 de febrero de 1981. El rey actuó con decisión: a él, a sus asesores y a los altos mandos del ejército y de los cuerpos de seguridad, se debió el mantenimiento de la disciplina militar prácticamente en toda España.
El papel del rey fue pues esencial. En palabras de Hobsbawn, la Monarquía iba a ser en España desde 1975 un marco solvente para la democracia, como en otros países europeos. La Constitución de 1978 definió a España como una Monarquía parlamentaria y como un Estado social y democrático de derecho. Reconoció el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones, garantizó las libertades democráticas, constitucionalizó partidos y sindicatos, proclamó la libertad de enseñanza y la aconfesionalidad del Estado (desde el respeto a las creencias religiosas de los españoles) y abolió la pena de muerte. Entre 1978 y 1983, se constituyeron un total de diecisiete comunidades autónomas, más las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, todas ellas dotadas de amplísima capacidad de autogobierno. Fue, como diría García de Enterría, la hazaña de la democracia.
Como mostraría sobre todo el fracaso del intento de golpe de estado de 23 de febrero de 1981, la democracia española estaba mejor construida que las anteriores experiencias democráticas del país. Suárez (1976-81) restableció la democracia, creó las bases para la reforma económica (Pactos de la Moncloa, octubre de 1977), aprobó la Constitución, democratizó la administración local e inició el proceso autonómico. Calvo Sotelo (1981-82) completó la «transición exterior» y alineó a España en el mundo occidental (OTAN). Felipe González (1982-96) propició la entrada en Europa, la reconversión industrial, la reforma militar, la modernización de las infraestructuras del país, la plena recuperación del papel internacional de España y varios años de fuerte crecimiento económico. Aznar (1996- 2004) dio estabilidad a la acción de gobierno, mantuvo el crecimiento económico, reforzó la lucha contra el terrorismo y la autoridad del Estado, y llevó a España a la integración monetaria europea.
Los problemas del país, muchas veces graves y urgentes, se derivaban ahora, como en otras democracias occidentales, no de carencias del sistema político o del entramado institucional del Estado, sino de la propia práctica política, y de los usos y prácticas que en la gestión de la vida colectiva pudieron hacer poder público y sociedad civil. El problema nacionalista no era ya un problema estructural derivado o del centralismo del Estado o de la vigencia excluyente del nacionalismo español. Tal vez era al revés: se derivaba de la debilitación del poder central en beneficio del poder de las comunidades autónomas que generaba el estado de las autonomías, y de la deslegitimación del nacionalismo español que siguió, en la democracia, a la abusiva asociación durante cuarenta años (1939-1975) entre franquismo y españolidad.
817 asesinatos de ETA
Los nacionalismos vasco, catalán y gallego seguían, en cualquier caso, manteniendo sus aspiraciones soberanistas, pero ante todo por razones ideológicas, por la lógica misma de sus concepciones nacionalistas. ETA mantuvo tras 1975 la «lucha armada» -asesinó a 817 personas entre 1975 y 2011- contra el Estado español como resultado de su concepción «estratégica» hacia la independencia; como una opción deliberada por tanto y no como resultado de una necesidad inevitable impuesta por las circunstancias o por la prolongación de un conflicto (vasco) secular y no resuelto. No quiso aceptar la solución que aparecía en la Constitución de 1978, y que se concretó en el Estatuto de Autonomía del País Vasco de 1979. Quiso desbordar el proceso autonómico, ejercer el liderazgo de la causa vasca e imponer, si fuera posible, una negociación al Estado español.
La democracia estaba consolidada. El cambio fue, en efecto, extraordinario. Aunque subsistiesen desigualdades, pobreza y desequilibrios regionales y sectoriales, la riqueza nacional se duplicó entre 1976 y 2000. En 2000, España era un país urbano y moderno. Reconversión industrial, privatización del sector público, fusiones bancarias, inversión extranjera y grandes obras de infraestructura (autopistas de peaje y autovías, aeropuertos, tren de alta velocidad) revolucionaron la economía: servicios, construcción, comercio, turismo, banca, transportes y comunicaciones eran los motores del nuevo dinamismo económico. España invirtió en América Latina en los años noventa unos 60.000 millones de dólares. Cerca de cuatro millones de inmigrantes se habían establecido en el país entre 1990 y 2003, otro cambio histórico formidable.
La población española pasó así de 35,8 millones de habitantes en 1976 a 44,1 millones en 2006. En 2005, el 79% de la población, unos 34 millones de personas, vivían en las grandes áreas urbanas del país, y la agricultura, causa histórica de su atraso y de su pobreza, representaba apenas el 3% del Valor Añadido Bruto de la economía española.
Desde mediados de los años 80, eran ya más las mujeres que los hombres que cursaban estudios universitarios. La tasa de ocupación femenina pasó del 22,7% en 1983 al 44,1% en 2008. En 2004, las mujeres eran el 64 por 100 del total de jueces del país. En ese año, había un total de 12.205 mujeres en las Fuerzas Armadas españolas (de un total de 119.698 efectivos). La libertad había sido recuperada. La Transición configuró un nuevo marco cultural para el país: plena recuperación de la libertad creativa, nuevos medios de comunicación (prensa, radio, televisiones públicas y privadas), oficialización de lenguas y culturas de nacionalidades y regiones, nueva y amplísima oferta y demanda culturales (museos, bibliotecas, auditorios, orquestas, universidades…).
Ciertamente, la crisis que la economía española -como la economía mundial- experimentó desde 2008 puso fin al largo de ciclo de estabilidad y crecimiento económico que España vivía, salvo por alguna breve crisis coyuntural, desde mediados de la década de 1980. Como en otros países europeos, el coste económico y social de la crisis fue en todo caso enorme: durísimas políticas de austeridad y de contención drástica del déficit y del gasto públicos, recortes presupuestarios, subidas de impuestos, recortes salariales y cambios en los sistemas y prestaciones de la seguridad social, flexibilización de los mercados laborales; paro, desigualdad, pobreza, malestar social, protestas callejeras, huelgas generales y sectoriales, marchas, manifestaciones, concentraciones (y con ello, desorientación y debilitamiento de los grandes partidos nacionales y aparición de nuevas fuerzas políticas).
Desafío soberanista
Esta circunstancia, unida a varios y gravísimos escándalos de corrupción política, al creciente desafío soberanista que ahora, de forma ya evidente desde 2010, planteó el nacionalismo catalán -un desafío al orden constitucional-, y a la controversia pública que desde 2011 se generó, por muy desiguales razones, en torno a aspectos de la gestión real, no obstante el reconocimiento que la obra histórica de Juan Carlos I seguía mereciendo, todo ello hizo pensar que España había vuelto a ser un problema.
No era exactamente así. La democracia, concretada en el sistema constitucional de 1978, seguía siendo el modelo ideal de la política. El reinado de don Juan Carlos -que abdicó en junio de 2014- era, con mucho, la etapa democrática más larga de la historia española. ETA abandonó la «lucha armada» en 2011. La crisis económica de 2007/08 empezó a ser superada a partir de 2013. La abdicación del rey Juan Carlos en junio de 2014 en su hijo Felipe VI fue sin duda estupefaciente, pero constitucionalmente oportuna e históricamente certera. La Monarquía española era, como quedó dicho, una institución razonable, un marco solvente para la democracia.
La democracia de 1978 no fue sólo un cambio de régimen. La Transición supuso nada menos que la refundación de España como nación. La mayoría de los españoles la vivieron con conciencia clara de lo que realmente fue: un nuevo comienzo, la cristalización de un proyecto permanente de libertad y democracia para España. Comprender la historia, que es lo que el historiador hace y lo que estas líneas pretenden, no es justificar: es nada menos que apropiarse de la verdad.
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