Las concertinas son más pequeñas que un pulgar y tienen doble cuchilla de acero. Prendidas de un alambre que envuelve en turbulenta geometría la parte superior de las vallas de Ceuta y Melilla, sirven de último elemento para contrarrestar los saltos de los migrantes que ... sólo pueden entrar a Europa por esas puertas prohibidas. Como cualquier cerco de púas, están pensadas para hacer daño con su filo y, mediante el dolor o el miedo, entorpecer el avance. Pero no son efectivas. «Las personas que sufren persecuciones, conflictos o extrema pobreza en sus países, y quieren llegar a un territorio donde tener una vida mejor, no van a parar por las concertinas, aun sabiendo que ponen en peligro su vida», afirma Verónica Barroso, responsable de Política Interior en Amnistía Internacional.
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En los primeros ocho meses de 2019, más de 18.000 personas han entrado de forma ilegal en España, la quinta parte por vía terrestre, según datos oficiales. Son hombres y de origen subsahariano. Por su color de piel son los únicos que no pueden cruzar con documentación marroquí por los pasos fronterizos como el de Nador, algo que sí hacen, por ejemplo, los sirios y los yemeníes. A los de Camerún, Guinea Conakry y Malí sólo les quedan los pasos peligrosos. «Para ellos no hay más posibilidad de salir de Marruecos que saltar la valla o subir a una patera. No tienen otras vías», asegura Paloma Favieres, directora de Políticas del Centro de Ayuda al Refugiado (CEAR). La mayoría no lo logra en su primer salto. Hay algunos que cruzan al tercer intento. Entre uno y otro puede pasar un año.
«Llegan temerosos, cansados. Con más o menos habilidades y fortalezas. Unos quieren pedir asilo, otros continuar su proyecto migratorio en más países europeos», dice Favieres, que confirma que hay menos saltos. Pero no por las concertinas, que «se fueron retirando gradualmente» sobre todo en la «infranqueable» Melilla. «Los que llegan hablan de más redadas, de mayor acción policial en Marruecos».
Escalan con palos, porque los pies no caben entre el enrejado. Sobre esas escaleras improvisadas, buscan un hueco entre las hojillas de afeitar. Sortean a los guardias. Cuando tienen éxito, como los 153 hombres de Ceuta en agosto, traspasan ensangrentados, descalzos, desgarrados. «Los subsaharianos que llegan por la valla no ejercen violencia. Pero el salto en sí es un hecho violento», dice Favieres. Son «gente viajando contra toda esperanza», define Ricardo Loy, secretario general de Manos Unidas. «Las concertinas sólo añaden más dolor» a los que «ya no tienen nada que perder».
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